El celular brilla como un faro en la madrugada. Una notificación propone dólares a cambio de un gesto, una foto, una intimidad. La promesa ya no se esconde en un callejón oscuro ni en el rumor de los bares: se ofrece en el feed de una aplicación, disfrazada de oportunidad.
En Instagram, Luciana posa en un yate en Ibiza. En sus historias muestracarteras de diseñador y hoteles cinco estrellas. Cada tanto, deja un consejo entre líneas: “Si yo pude, vos también podés”. Lo que no dice es que gran partede esos lujos se financian con su perfil en OnlyFans, la plataforma que promete independencia y dinero rápido a cambio de intimidad.
El sistema es simple: el usuario paga una suscripción mensual para acceder a fotos y videos privados; la creadora decide el precio y la plataforma retiene un 20 %. Además, existe un mercado paralelo de “propinas” y contenido personalizado que alimenta aún más la fantasía de cercanía. Sobre el papel, parece un atajo perfecto: monetizar la propia imagen, sin intermediarios.
La plataforma vende una promesa tentadora: libertad, independencia, plata sin jefes. Y los números parecen darle la razón. En 2023, OnlyFans facturó cerca de 1.300 millones de dólares y lo hizo con menos de cincuenta empleados fijos. Un modelo tan liviano que la ubica entre las empresas con mayor ingreso por persona en el mundo.
La ilusión, sin embargo, funciona. Miles de jóvenes ven en esas cuentas de lujo un espejo posible: carteras, viajes, departamentos propios. Lo que no se muestra es el desgaste de sostener ese nivel de exposición, la dependencia del algoritmo y, sobre todo, la pérdida de control sobre lo más íntimo. No hay contacto físico, es cierto, pero ¿qué sucede cuando la intimidad deja de pertenecerte? ¿Cuándo deja de ser tuya para convertirse en mercancía disponible las 24 horas, en cualquier pantalla, en cualquier lugar del mundo?
El otro lado del negocio son los consumidores: varones de todas las edades que pagan por acceder a lo que en la vida real no pueden tener. Lo que se compra no es solo un cuerpo en fotos; es la ilusión de disponibilidad, la fantasía de un vínculo a medida. Como si el deseo pudiera resolverse con una tarjeta de crédito. Como si el amor, la compañía o la atracción fueran bienes de suscripción, como Netflix o Spotify.
La pregunta es incómoda pero inevitable: ¿se trata de empoderamiento o de una nueva forma de prostitución digital? En nombre de la libertad, se reproduce una lógica muy antigua: la del cuerpo femenino como moneda de cambio, ahora disfrazada de emprendimiento. ¿Lo hacemos porque queremos, porque nos gusta, porque nos da placer? ¿O porque el sistema, saturado de exigencias y falsas promesas de éxito, nos empuja a pensar que es la única vía rápida de ascenso?
La presión no viene solo de la pantalla: también de una cultura que repite que, si no hacés dinero rápido, si no viajás, si no mostrás éxito en historias de Instagram, entonces fracasaste. Muchos jóvenes entran a estas plataformas buscando el atajo que les vendieron como destino. Y se encuentran con la ansiedad, la frustración, la depresión.
No se trata de juzgar a quienes eligen este camino, sino de interrogar qué hay detrás de la promesa. ¿Quién gana realmente? ¿Las mujeres que exponen su intimidad o las agencias y plataformas que capitalizan sus cuerpos? ¿Qué pasa con las que no alcanzan el 1 % de privilegio y quedan atrapadas en la precariedad, cargando con la huella digital de una exposición que nunca se borra?
OnlyFans no invenbtó nada nuevo: apenas trasladó a una aplicación lo que históricamente fue clandestino. Lo hizo más accesible, más visible, más “aceptable”. Y, al mismo tiempo, más rentable para otros. La gran diferencia es que ahora la ilusión de elección se confunde con libertad.
La narrativa del “empoderamiento” resulta seductora, pero también puede encubrir una explotación renovada. Porque quizás no hay verdadera libertad cuando el deseo se ajusta al mercado, ni puede hablarse de autonomía si la elección está condicionada por la precariedad económica y la presión social de monetizarlo todo.
El empoderamiento, esa palabra que alguna vez significó conquista y autonomía, hoy parece haberse vuelto un producto más del mercado. Las plataformas tomaron ese discurso y lo envolvieron en dólares: “mostrate, ganá, sé libre”. Pero detrás de esa libertad aparece otra forma de dependencia, más sutil, más sofisticada. La de un sistema que traduce el deseo femenino en contenido vendible y lo devuelve en cuotas mensuales de validación y consumo.
No se trata de juzgar a las mujeres que eligen hacerlo, sino de advertir cómo el mercado aprendió a hablar en nuestro idioma, a usar las banderas del feminismo para vendernos la idea de que todo puede ser empoderamiento, incluso aquello que nos vuelve mercancía.
Luciana vuelve a mirar el celular. Tiene veinte mensajes nuevos, todos pidiendo lo mismo: fotos, videos, atención. En otra pestaña se acumulan los pagos del mes: el alquiler, la luz. OnlyFans le da lo que ningún trabajo formal le dio: ingresos rápidos, control, visibilidad.
Pero también le exige algo que no figura en los contratos: sonreír incluso cuando se soporta, desnudarse aunque ese día no quiera ni mirarse al espejo. Cada publicación es una transacción entre su cuerpo y el algoritmo, una apuesta por seguir siendo vista.
Puede pagar las cuentas, sí. Pero hay noches en las que siente que el precio real se le va pegando a la piel.
Publica una foto más. Tiene una charla íntima con alguien que no conoce. Y mientras la pantalla se enciende, se pregunta si la libertad que compró con su cuerpo es realmente libertad, o solo otra forma de obediencia.
Quizás ahí esté la verdadera pregunta: ¿estamos ante una conquista de autonomía o ante un espejismo que el mercado nos vende como emancipación?
Entre el empoderamiento y la cosificación hay una línea muy delgada. Y lo que debería ser libertad puede convertirse en otra jaula, esta vez con luces de neón y cuentas en dólares. La pregunta, tal vez, no sea qué hacen las mujeres con sus cuerpos, sino qué hace este sistema con ellos.


