Un acto político alude a los lazos que hacen de los muchos una comunidad. Los politólogos explican que la partícula polis proviene de la antigua ciudad-Estado griega, y los filósofos, que toda política implica un modo histórico de ser-con-otros. La política es sobre todo conflicto, porque trata sobre el poder de revocar el carácter pretendidamente irreformable de la ley y de las estructuras de mando. Despolitizador, por lo tanto, es el acto que se priva de considerar la naturaleza abierta y el carácter siempre cuestionable del vínculo social. Despolitizada no es la desafección que sufrimos por los modos en que se tratan hoy los asuntos públicos, sino la esterilización que inutiliza la lengua para plantear y resolver problemas colectivos.

Digamos algo más. El propio Estado moderno –según Álvaro García Linera– existe como una “alquimia” que somete a la comunidad a una doble abstracción: representar como iguales a personas realmente desiguales, y concibe la creación de riquezas sólo como producción de mercancías. El pensamiento colectivo que surge de esta “abstracción real” se descualifica reproduciendo la cuantificación que predomina en el intercambio mercantil. En una sociedad así estructurada, los lugares pierden vida y se tornan inhabitables. La comunidad sometida a la abstracción se vuelve irrespirable.

Semejante despojo de lo hospitalario empuja a existir en otra parte y a buscar una salida donde no la hay. O, como hace Liliana Herrero en su último disco –de esto quiero hablar– de fundar cantando fuera de lugar. Edward Said, intelectual palestino, eligió esas mismas palabras para titular sus memorias de un mundo perdido por la violenta sustitución de la “red de ciudades y pueblos de su clan familiar” por “una serie de asentamientos israelíes”. Herrero, como Said, testimonia un desplazamiento forzado, herido, persistente y comunitario. ¿Puede hoy la política hacerse cargo de este desplazamiento? La pregunta surge al escuchar a Herrero, y se dirige a una emoción escondida, contenida y quizá inoportuna, que sólo cabría exponer ante el llamado de un canto capaz de auspiciar una migración afectiva, estética y política. Una voz como la de Liliana, que tensa la memoria y relanza el tiempo pasado hacia un aprendizaje futuro.

Herrero explica sus procedimientos: la substracción –o la sustitución– de una palabra, o la importancia de mutar un acorde que provoca un matiz diferencial. La omisión repone en el púbico lo omitido, activando un poder de sugerencia. ¿Por qué explica Liliana sus procedimientos, sino porque los cree bien políticos? En una reciente entrevista con Cynthia Berguier y a Martín Rodríguez (Revista Panamá) dice: "El pasado no es un bloque de cemento, son agujas que te pinchan de vez en cuando, es muy difícil pensar la música sin lo que aconteció antes. Y creo que ese es el procedimiento: intervenirlo, interrogarlo, hacerlo estallar también”. El procedimiento es disidencia, y deseo de estrategia. Y las estrategias son políticas o bien están en dialogo con ella, y pueden ser por ella. ¿Qué política sería esa capaz de ubicarse fuera de lugar? Agrega Herrero: “si interrogáramos al peronismo como debemos hacerlo, por ejemplo, estaríamos mucho mejor, pero nadie se atreve a eso porque el pasado se ha transformado en una reliquia y eso no le sirve a nadie”. La fuerza del pasado se congela si se lo impone como modelo sobre el presente. Confiesa Liliana: “no me gustan los covers”. Cantar “como” García, Fito, o Yupanqui sería incapacidad de cantar. Las canciones de otros suponen –este es el gesto– indagar qué se hace con lo que hicieron los autores que nos interesan.

Abel Gilbert identifica en el disco de Herrero una “potencia de dislocación”, que incluye una notoria “incomodidad con la nueva lógica digital y sus flujos sonoros. El fuera de lugar incluye por lo tanto el modo en que se habita una plataforma”. Efectivamente se han publicado unos cientos de discos, tecnología antigua que conserva una experiencia de la escucha, y una narración elaborada: “somos parecidos a eso sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo”. Batracios en busca de asilos amorosos. Todo el disco es un corrimiento: “vivo bajo la tierra, vivo dentro de mí” –con “una pobre antena que me transmite lo que decir”–; “yo estoy donde nunca estoy”, “yo me voy de aquí”. Con Lidia Borda canta: “En tu nombre me quito las llamas de un cuerpo que fui”, “habrá que seguir y seguir y seguir y seguir”. En otro tema dice: “y un gobierno que escupe tóxico, contra un pueblo que siente el vértigo, de un canalla que hoy sin escrúpulo reventó el corazón, el músculo”. Y de pronto se escucha a Susy Shock: “Reivindico mi derecho a ser un monstruo, y que otros sean lo normal. Sigue Liliana: “Yo me sueño a ratos, Volteando quimeras”, “Tras mis desvaríos, Me estallan las penas”. Y: “No pienses nunca que me fui, Yo solo soy camino”. Irse, seguir. Seguir, irse: subvertir. Ponerse a cantar “al compás del pensamiento, pensamiento extraordinario, solitario”. ¿Solitario oor desertor? El único tema en el que la voz no es de Liliana se llama “Horacio”: piano y contrabajo. Dice así: “No homogeiniza la conciencia de nadie, no hace de nadie parte de una conciencia única, no hace a todos mucho más libres, nos hace a todos muchos más libres saberse parte de una comunidad. Una comunidad es un síntoma de libertad, no una forma obligatoria de convivencia”. Son palabras pronunciadas por González, en su despedida de la Biblioteca Nacional.

El gesto mayor llegó el 16 de octubre, fecha de vísperas. ¿Fue eso un concierto? Fue un recital-asamblea para afirmar la voluntad de otra cosa. Una Comunidad-Herrero que incluye a Pedro Rossi (guitarra y voz), Ariel Naón (contrabajo), Facundo Guevara (percusión) y Mariano Agustoni (piano). Más las voces invitadas –extraordinarias– de Juli Laso y Luciana Jury. Un territorio se funda con marcas e inscripciones. Liliana eligió pañuelos: de las Madres, de Palestina. Hay más, dijo. Verdes y rojos. Hay más.