Si alguna vez la vida de Eric Moussambani se convierte en un guión cinematográfico, la película podría comenzar con el actor principal nadando en alguno de los ríos o playas de Malabo, la capital de Guinea Ecuatorial que se despereza en la isla de Bioko, al este de África. Un epígrafe en la pantalla debería situarnos: julio de 2000, tres meses antes de los Juegos Olímpicos de Sídney. Si la escenografía fuese en un río, los detalles que no deberían faltar son señoras lavando la ropa de su familia y cierta precaución de nuestro protagonista en otear los alrededores para certificar que no hubiera cocodrilos. Si el director prefiriera comenzar a rodar en las costas del océano Atlántico, Moussambani debería entablar algún tipo de diálogo con los pescadores, por ejemplo en un reto recibido: “Ey, te dijimos que no nadaras por aquí que estamos pescando”.

O tal vez la película debería comenzar en el único hotel de Malabo que entonces contaba con una pileta, un lujo del primer o segundo mundo pero no del África habitual. En este caso el rodaje debería programarse por la madrugada: Eric tenía permiso de los dueños del hotel para entrenarse de 5 a 6, tres veces a la semana, y nadar en una pileta de 12 metros de extensión, la cuarta parte de la medida que, como comprobaría tres meses más tarde, tienen las piscinas olímpicas.

En los tres casos, en el río, en el mar o en la pileta, Eric Moussambani se entrena –no desde toda la vida, sino desde hace pocos meses- como un delfín solitario rumbo al fracaso más exitoso de la historia de los Juegos Olímpicos –y, posiblemente, del deporte-. Será el nadador de Guinea Ecuatorial que, en septiembre de 2000, se zambullirá para bracear los 100 metros libres con el peor tiempo de la historia olímpica. Pero Moussambani ganaría en la derrota: fue calificado de “héroe” por la prensa internacional y no sería extraño que Disney –u otra productora de películas- compre los derechos de su vida como ya hizo con “Jamaica bajo cero” (“Cool Runnings”), aquellos jamaiquinos que participaron en bobsleigh, en los Juegos Olímpicos de Invierno Calgary 1988, sin haber visto la nieve previamente.

Dieciocho años después de que se hiciera conocido por su victoriosa derrota, Moussambani vive en Malabo. Su estado de WhatsApp remarca una frase: “Todo es difícil antes de ser fácil”. El castellano es su lengua materna: Guinea Ecuatorial, que fue colonia de España hasta 1968, es el único país de África reconocido internacionalmente cuyo idioma oficial es el español (el otro es la autoproclamada República Árabe Saharaui, en la práctica ocupado por Marruecos). Cada tanto recibe el llamado de algún periodista extranjero. Dice que, en la actualidad, trabaja en una empresa privada y es el entrenador de natación del seleccionado de su país.

“Tenía 22 años –reconstruye-. Poco antes de los Juegos, 6 o 5 meses, me enteré de que iba a competir. No tenía entrenador, ni siquiera tenía una piscina; entrenaba solo. En mi país hay ríos y mar, así que estamos en relación con el agua desde chicos. Si es un sitio hondo, y si no sabes nadar, lo que hacía la gente aquí era empujarte y ver cómo te movías para no hundirte. Y los que estaban al lado impedían que te ahogues”. 

Los Juegos Olímpicos de Sídney le abrieron la puerta a Moussambani como parte de un plan de expansión mundial: garantizarle la participación a todos los países, también a los que estaban descolgados del mapa, lo que derivó en la invitación a participantes que estaban lejísimo de alcanzar los tiempos mínimos requeridos en las eliminatorias. Era una reivindicación, pero también el riesgo de entrometerse en un lugar ajeno, como si a la selección argentina de fútbol americano la invitasen a jugar el Super Bowl.

“No sabía lo que era Sidney ni Australia –continúa su relato-. Nunca había estado en un avión. El vuelo duró tres días. Ocho días antes de la competición, por primera vez en mi vida vi una piscina olímpica. Me dijeron ‘vas a competir ahí’. Era muy larga y supe que me sería muy difícil. Mis turnos de entrenamientos coincidían con los nadadores de Sudáfrica y Estados Unidos. Yo no tenía entrenador, así que trataba de copiar los movimientos de los otros atletas. También les preguntaba cómo hacían. Algunos me ayudaban y otros me ignoraban. El entrenador sudafricano me vio nadar y me dijo ‘Oye, ¿tú eres un nadador de qué país?’. Le dije ‘De Guinea Ecuatorial’, me siguió mirando y me respondió: ‘Nadas raro’. Le dije que estaba para hacer mi papel y nada más, pero me ayudó a mover las piernas y las manos. No tenía técnica de natación ni sabía coordinar la respiración”.

Moussambani la pasó mal en la noche previa a su participación. Mientras los argentinos esperaban el debut de José Meolans, el ecuatoguineano hablaba con la única persona que conocía en la Villa Olímpica: él mismo. “Estaba muy asustadito, muy callado, sorprendido por todo –se mira en el espejo retrovisor-. Me preguntaba cómo haría para completar los 100 metros. Tenía miedo de lo que iba a pasar, de que la gente se riera de mí”. Pero en esa vigilia, que también era un aprendizaje, encontró parte de la solución que lo salvaría al día siguiente: “En la villa olímpica se podían alquilar películas y videos. En una vitrina vi un casete que decía ‘Historias Olímpicas’ y lo alquilé. Empecé a ver videos de antiguos Juegos Olímpicos y qué hacían los nadadores antes de echarse a la piscina. Yo no tenía ninguna experiencia en la técnica. Toda esta historia parece una película, pero fue así. Y entonces supe que, antes de echarme a la piscina, el juez debía dar una orden”.

El 19 de septiembre de 2000, Moussambani debía compartir la pileta junto a otros dos deportistas invitados por el Comité Olímpico: Karim Bare, de Níger, y Farkhod Oripov, de Tayikistán. Los tres formaban parte de la última etapa clasificatoria, acaso para no exponerlos ante el resto de los nadadores en forma. Por el Sydney International Aquatic Center ya habían desfilado las vacas sagradas de la natación: el holandés Pieter van den Hoogenband, el ruso Alexander Popov y el brasileño Gustavo Borges. Las imágenes del comienzo de la participación de Moussambani pueden verse en YouTube y generan una carcajada: Bare y Oripov se tiraron antes de lo previsto y fueron eliminados. Moussambani, que había aprendido la noche anterior que debía esperar la orden del juez de salida, siguió en competencia. Pero ahora quedaría solo frente a una piscina que se parecía a un océano.

“Me hicieron salir del trampolín como para empezar de nuevo y les respondí ‘Oye, que ya he clasificado, no nado’. La verdad es que no quería competir, estaba asustado, y como a partir de ese momento tenía que nadar solo, me dio más miedo, más nervios, con todo el mundo mirándome”, recuerda, casi 20 años después. Moussambani tenía que lanzarse en soledad porque en la etapa clasificatoria no avanzan los mejores tiempos de cada serie, sino del total. Alguien debería escribir una crónica de esos 100 metros interminables, como un Moby Dick de los Juegos Olímpicos, cuando la carrera de un deportista –y a veces de toda una existencia- se define en un puñado de segundos: el dolor físico, el agotamiento mental, el miedo al fracaso y al qué dirán, la reacción de la familia y la chica que te gusta al regreso, la posibilidad redentora de la gloria, la mente que a veces ayuda a volar y otras que te entierra como un yunque, no puedo más, sí puedo, los espectadores que gritan como si estuvieran en el Coliseo romano. Todo eso le pasó a Moussambani en el minuto y 52 segundos que tardó en nadar los 100 metros libres, más del doble del tiempo que emplearon 66 de los restantes 70 nadadores.

“Arranqué muy bien pero hubo un momento en que creí que no llegaba, en los últimos 50 metros, en la mitad de la piscina. Movía los brazos pero no avanzaba y no sentía los pies. La cabeza tampoco me respondía. Estaba muy cansado y ya había agotado mi energía. Pero empecé a escuchar los aplausos de la gente, los ánimos, y eso me dio fuerza para continuar. Alguna gente se asustó y dijo que no tendría que haber competido, que mi país debería haber enviado a una persona preparada, pero el único preparado era yo”, dice desde Malabo.

El deporte está lleno de historias contrafácticas: qué hubiera pasado si. Es posible que Moussambani hubiese seguido siendo un deportista anónimo de un país perdido en África si los olvidados Bare y Oripov no hubieran saltado antes de tiempo y hubiese tenido que competir contra ellos –y seguramente perder contra alguno de los dos-. No queda claro qué hubiese pasado si abandonaba en la mitad de la pileta, pero lo que sí ocurrió es que, desde su llegada a la meta, coronada por la ovación del público australiano –un poco porque aquel espectáculo había sido gracioso pero también porque era una hazaña del hombre común, uno de nosotros- , Eric se convirtió en un personaje querible, lo contrario a lo que temía: “Me di cuenta que mi vida había cambiado ese mismo día. Estaba muy cansado y me fui a dormir. Me desperté cinco horas más tarde y vi que todo el mundo preguntaba por mí. ‘Parece que soy importante’, me dije. Empecé a caminar por la villa olímpica y me pedían autógrafos y entrevistas de medios internacionales”.

Aunque a veces lo trataron como un payaso de circo (la televisión alemana le propuso nadar con una anciana de 85 años), Moussambani calzó perfecto en la figura del antihéroe. Fue agasajado por el Comité Olímpico Internacional (donó al museo los anteojos y la malla que usó aquel día) y cada tanto se encuentra con las celebridades del triunfo. “En Barcelona conocí a Messi. Le dije quien era y me reconoció. Mucha gente sabe de mi hazaña en Sidney. Ahora enseño el espíritu de superación y de motivación. Quiero hacerles ver a mis compatriotas que no tenía la posibilidad de entrenar, no tenía piscinas ni entrenador, y sin embargo lo hice a mi manera. Que digan ‘Oye, si Eric hizo eso, nosotros también’. Y ahora en Guinea Ecuatorial hay dos piscinas olímpicas”, dice Moussambani, cuya película podría terminar con una imagen de la actualidad: él nadando en alguna de las recientes piscinas olímpicas de Malabo, el otro gran triunfo de un hombre cualquiera.