A veces el día amanece revelador y deja entrar a quien durante años quedó del otro lado de la puerta. La invitada de hoy se llama Josefa y su nombre es un descubrimiento o un saber compartido si tuvimos mejor suerte.
Un museo en Santa Fe lleva su nombre, otros museos exhiben algunos de sus óleos, muchos posteos de Instagram celebran la publicación de Josefa Díaz y Clusellas. Pintura reunida (1868–1902) una galería de veinticinco pinturas con textos de Georgina Gluzman, Magdalena Candioti y Teresa Suárez, y una chica en un taller quiere copiar el agua que guardan las encías de la fruta abierta que Josefa pintó.
Josefa se multiplica después de ser invisible durante años, después de aquel reconocimiento (que todavía sorprende) en Córdoba en 1871 con una medalla de oro como testigo y después del cerco que apuntala el silencio premeditado. Cuando Josefa se multiplica ya no es solo la primera pintora santafesina de las naturalezas muertas tan húmedas, tan vivas, y la primera con firma en el continente sino también la autora de una obra perdida o de una obra que está colgada anónima vaya a saber en qué paredes porque no siempre puso su nombre.
Josefa es entonces tan desconocida como otras. ¿Cuántas artistas firmaron sus obras? ¿Cuántas obras de mujeres llevan la firma de un profesor, de un marido o de otro oportunista? ¿Cuánto silencio fantasma hasta que llegue la primera biografía? (Horacio Caillet Bois en 1952 en el caso de Josefa). Como escribió Georgina Gluzman -curadora de “El canon accidental. Mujeres artistas en Argentina (1890-1950)”, Museo Nacional de Bellas Artes (2021), un festín de obras de cuarenta y cuatro artistas entre las que estaba Josefa-, Josefa fue: “doblemente desplazada de las historias generales del arte por su condición de mujer y de santafesina, la trayectoria de Josefa Díaz y Clusellas reclama una atención cuidadosa. Pintora de tema religioso, pintora de naturalezas muertas, pintora de retratos: las facetas artísticas de Díaz y Clusellas fueron variadas. Su estudio contribuye a desarmar las ideas recibidas en torno a las mujeres artistas en nuestro país: ellas siempre estuvieron allí. Que la Historia del Arte como disciplina las haya olvidado es otro tema”.
La “retratista al pincel” que pintó a Urquiza por encargo y a la que Sarmiento quiso conocer tenía cuarenta y dos años cuando ingresó a la Congregación de las Hermanas Adoratrices de Córdoba provincia en la que murió veintitrés años después. Sor Josefa nunca dejó de pintar, sus escenas devocionales sostienen el deseo, ese deseo con el que pintó los ojos de su autorretrato que exigen proximidad mientras se enmascaran y sobreviven en la benevolencia extraña de la escisión y la apariencia.



