Un mundo que da por sentada la zona wifi más cercana, la salida de dos álbumes ligados a personalidades que contribuyeron al entramado de la contracultura local es un excelente motivo para conversar y comparar la secuencia forjada hace más de veinte años. Cómo se ve ahora en nuevos contextos políticos, y de qué manera se madura y se pasa de mano la posta. Panel óptico, de Bandera de Niebla, y el doble eléctrico-acústico Las mejores canciones del mundo, de Embajada Boliviana, muestran caminos bien marcados y encuentran en plena acción a los vocalistas y compositores Adrián Outeda y Julián Ibarrolaza.
Ambos resignifican el paso del tiempo y sus desafíos. Julián, que convive desde 2010 con una fatiga auditiva (tinnitus) que le impide exponerse a altos niveles de presión sonora, ha modificado su labor con protectores y un modo de ver lo positivo de cada situación, disfrutando cada recital. Adrián consiguió cumplir la idea de editar un disco por año, acelerar los tiempos de creación tanto con Bandera de Niebla como con Satan Dealers. Hay una máxima en la que ambos confluyen: seguir haciendo música todo el tiempo.
Julián Ibarrolaza no tiene celular. Con él hay que quedar por mail o a través de Juliana, la encargada de prensa. Su voz, a través del telefonito de su mujer, suena cálida y amable. Le resulta complejo comparar lo que implicaba hacer una fecha en los ‘90 con lo que implica hacerla ahora: “Si bien hoy también nos autogestionamos, en aquel entonces era en un 100%. Era dar con el lugar, acomodarlo, limpiarlo, conseguir un sonidista, absolutamente todo. Hoy contamos con algunas comodidades, nos llama una persona con la fecha contratada y todo nos es mucho más fácil”.
Para Julián, los ‘90 fueron épocas doradas de adolescencia, colmadas de recuerdos de libertad. “Embajada Boliviana fue haber encontrado un lugar que hasta ese momento no existía: ir a un boliche, socializar con la moda, no era algo que nos diera felicidad. Estábamos aislados de la movida adolescente, y nos juntábamos con otros que compartían eso”.
Los lugares de toque eran clubes de barrio, como el Uriburu o La Cantera, pero había que inventar otros espacios. “Hemos tocado en canchas de paddle, en una parrilla, y mientras los paisanos iban a comer nosotros armábamos un escenario al costado y aturdíamos a todos los que estaban ahí. Para nosotros eso era un recital y capaz que iban quince amigos. Nuestro debut fue en un acto en una escuela primaria. Estuvo buenísimo. Es uno de los recitales que recuerdo con más cariño”. Julián cuenta que entre las filas de niños del público estaba Jo Goyeneche, de Valentín y los Volcanes: “Una vez me lo encontré en la calle y me contó que después de eso armó una banda con Santiago, de El Mató”.
La escena independiente platense de la última década reivindica a Embajada Boliviana, ha tomado su urgencia de grabar como sea posible, y Julián recién ahora puede asimilar ese gesto de cariño y apunta que la idea siempre fue arreglarse con lo que hubiera a mano. “Si tengo un micrófono Neumann, genial; pero si tengo un Shure, grabo con eso. Mi idea es poder hacer canciones y grabarlas con los materiales que tengo, con la dinámica y el dinero con los que cuente en el momento. Creo que nuestro legado es ese, la necesidad y la urgencia de querer grabar como sea posible, pero ya. Santiago (Motorizado) me dijo que eso fue lo que lo cautivó de los primeros demos de Embajada”.
Esas grabaciones en casete viajaban a través de fanzines. “Iban a todo el país, pegábamos las estampillas con una plasticola que te permitía sacarla y volverla a usar porque no teníamos plata para comprarlas otra vez. Era un trabajo comunicativo tremendo. Los tres primeros demos, Embajada Boliviana (1992), Perdiendo el control (1995) y Quien quiera oír que oiga (1999), viajaron muchísimo a través del correo.
Habiendo atravesado un momento donde el underground platense prácticamente no existía, Julián percibe otra dinámica hoy: más seria. “Hay lugares que facilitan un poco las cosas, y eso habla de un desarrollo de la contracultura y de un subyacente apoyo a eso. Creo que lo fuimos inventando un poco entre todos”.
En medio de una conciencia musical y social que antes no tenían, los desafíos hoy son distintos. “Entonces no pensábamos en un futuro, no porque fuésemos punks, sino porque el adolescente no proyecta demasiado: está cómodo en el presente. Todos pasamos ese precioso momento de vivir sin miedo. Eso es lo que más recuerdo con alegría. Uno suele quedar enamorado, extrañando esa época donde éramos unos mutantes que andábamos por la calle haciendo nuestro propio camino”.
Embajada encontró un lugar que cuida hasta el día de hoy: “Un espacio muy personal, que nos sirvió para poder decir lo que pensábamos de la vida, del amor, de la muerte, y para construir con el tiempo un canal de comunicación que hoy sigue intacto”, resuelve el músico autodidacta, admirador de Edgar Allan Poe y escritor de cuentos que todavía guarda para sí. Dice no haber leído mucho, pero que disfruta cada oportunidad. “No hay que renunciar a la cultura, es una fuerza, la pared que junto con los afectos sostiene al hombre”.
Adrián Outeda nunca entendió la contracultura como un movimiento, ni siquiera antes de liderar NDI en 1990. “Era algo más bien de catarsis que salía de cada uno. También es así hoy día, pero antes eras joven y ni siquiera lo notabas: le dabas para adelante”. Empezó a ver bandas en el año ‘86: Tumbas NN, el primer Todos tus Muertos, Sumo, Los Violadores, y le atrajeron los recitales festipunk que organizaba Patricia Pietrafesa (de Sentimiento Incontrolable, Cadáveres, She-Devils y Kumbia Queers). “El primero al que fui era en el Teatro Verdi, en La Boca. Ver a toda esa gente con una fisonomía extraña para mí, me llamó la atención”.
En comparación con el escenario actual “totalmente diferente”, Adrián recuerda que eran muy pocos, “te conocías y compartías el terror de salir vestido de tal o cual manera, porque entonces el aparato represivo policial estaba todavía instalado. Por apariencia, te comías 24 horas de detención por más que tuvieras documento. Ahora parece estar volviendo eso: represión y champagne”.
La dinámica luce bien distinta: “Claramente no estaban todas estas redes sociales que flotan en el aire, Internet, todo era de palabra y cara a cara. Circulaban casetes de mano en mano, circulaban cosas que alguien traía de afuera. Era todo más humano. Yo me siento un romántico de eso. Antes una reunión no se suspendía, ahora se hace en cuestiones de segundos con esto”, y señala el celular, en la mesa.
–¿Cuáles eran las principales dificultades de entonces?
–Había pocos lugares: MacArthur –donde tocaban la mayoría de las bandas hardcore–, el Teatro Arlequines, Arpegios, Caras Más Caras. Pero también había sitios que no eran de rock, en Valentín Alsina o en Avellaneda, donde se hacían estos festivales que eran lo que me nutría musicalmente. Y era todo un esfuerzo muy grande, pero a la vez era todo más satisfactorio y de una alegría personal, tanto para el que organizaba como el para el que asistía.
–¿Cómo mutó esa situación?
–Me parece que la gente que hace música ahora está muy desesperada por hacerse conocer, y en esa desesperación no se dan cuenta de que le están metiendo la mano en el bolsillo. Ya casi no existen lugares que te den el 70% de la puerta, y las bandas terminan prostituyéndose. Es más, creo que lxs que llegan a hacerse conocidxs es porque tienen un sustento económico que se los permite. No puede ser que los lugares cobren un alquiler, si ya están ganando con todo lo que venden en la barra. Son cosas que siempre me planteé y es muy difícil cambiarlas porque están arraigadas, pero tampoco puedo dejar de decirlo.
Generar lugares autogestionados era una práctica mucho más frecuente durante los ‘90. “Era menor la cantidad de gente que había pero todo era más concentrado. Toda la gente que estaba en eso era porque de alguna manera lo sentía. El otro día hablaba con un chico de Villa María, que es organizador allá, y les cuesta muchísimo armar una fecha, por los vecinos, la Policía, el tema del ruido. Hace tiempo que no hago algo en lugares autogestionados de acá, pero imagino que debe pasar igual, incluso peor”.
Adrián tiene una ideología política clara, pero es algo más personal, de cómo desempeña su vida diaria. “Nunca fui muy político en el rock. Sí tengo una manera de pensar y de ver, pero es mía, no la transmito. No tengo el poder del micrófono como dijo la legisladora [bonaerense de Unión-PRO, Silvia Lospennato]: ‘Nosotros vamos a seguir teniendo todos los micrófonos’. Eso es de terror”.
–¿Te pasa de estar ligado a personas más jóvenes y sorprenderte para bien de cómo resuelven algunas cosas?
–Me relaciono un montón con gente más chica que yo, y en cierta forma los siento más inteligentes que nosotros. Veo que tienen una libertad que nosotros no teníamos, y que la buscamos, la luchamos, la encontramos y de alguna manera ellos la absorbieron. No sé si se beneficiaron, porque creo que los momentos de ahora son más difíciles que antes.
–¿Dónde percibís es dificultad?
–En el confort que tenés al alcance de la mano. Eso te achancha. Alguien adulto que de pronto se ve expuesto a todo esto dice “¿De qué carajos se trata? Esto antes no existía, no lo necesitaba”. Pero aún así los jóvenes son más conscientes y saben cómo manejarse.
* Bandera de Niebla tocará el viernes 16/12 en Club V, Av. Corrientes 5008. A las 20, junto a Canvas.