Las tensiones que es sencillo anticipar para 2018, dada la regresión profunda que el macrismo está imponiendo en la distribución del ingreso nacional, tendrán su correlato en ámbitos  muy diversos. Entre ellos estará la disputa por el uso del espacio público y la forma en que será nombrada y relatada.

Hubo ya un anticipo significativo en diciembre, cuando el oficialismo llevó al Congreso su plan para reducir jubilaciones, pensiones y subsidios para vastos sectores de la población. Quedaron entonces en primer plano las consecuencias del operativo de bloqueo a la sede legislativa, con un despliegue descomunal de fuerzas represivas que el jueves 14 y el lunes 18 cometieron toda clase de vulneraciones a derechos elementales. En parte se sirvieron –en especial el segundo día– de una muy calculada hostilidad de aparentes manifestantes que durante horas tuvieron todas las facilidades imaginables para que, a los ojos de las audiencias televisivas, algunos grupos de agentes policiales quedaran como víctimas indefensas de una violencia que dio justificación a la persecución indiscriminada que siguió hasta la noche.

Estos mensajes políticos de primer plano, rotundos, fueron sucedidos por otros menos alevosos, algo más sutiles, pero inscriptos en las mismas tensiones. Así como la imagen de la multitud que se movilizó el lunes 18 fue censurada por el conjunto del sistema mediático que sostiene al macrismo, las protestas que siguieron esa noche, y en jornadas posteriores, expresadas en cacerolazos, fueron llevadas a los márgenes del paquete “informativo”, por la fugacidad de las coberturas y los espacios totalmente secundarios otorgados.

El tronar de los metales fue sucediéndose en infinidad de esquinas de la Ciudad de Buenos Aires y otros puntos del país a partir de las 20 de ese día, pero recién sobre el filo de las 23 hubo una primera mención en el canal TN, del grupo Clarín, cuando un conductor se animó a nombrarlo, con envidiable inventiva, pues dijo que entre los cacerolazos “algunos son a favor y otros en contra”.

El dispositivo que controla, al servicio del gobierno, gran parte de la información y la opinión que circula en el país, encontraba entonces la dificultad de dar espacio a unas protestas que no podía tachar de violentas, ni atribuirlas a partidos políticos, ni a organizaciones sociales, ni a los tan denostados “piqueteros”. Problema de tanta magnitud que, en su mayor parte, estos medios resolvieron primero ignorar esas manifestaciones y luego, en el mejor de los casos, minimizarlas, así como lo hicieron los diarios oficialistas Clarín y La Nación.

Sin embargo, aún entre unos pocos emisores y periodistas que no pueden ser considerados parte expresa del dispositivo que apuntala al gobierno, se deslizaron descripciones y lenguajes que ubican en campos diferenciados, por no decir contrapuestos, a los manifestantes espontáneos y a los organizados y encolumnados.

Así, en la noche del 18 y sucesivas, insistieron algunos cronistas en decir: “Aquí hay familias, hay chicos, hay personas mayores, vecinos que vienen sin banderas políticas”. 

Enunciado sencillo, dicho al paso, tal vez sin pensarlo mucho, en el siempre difícil quehacer del “movilero”, pero que deja a la vista una marca de época, se diría expresión del triunfo de la cultura política del macrismo: la condena implícita a los organizados, a los que participan de estructuras políticas y sociales, a los que llevan banderas con las que exponen orgullosamente su pertenencia y usan su libertad de adoptar una postura ante los asuntos del atribulado país.

Acaso por mera resonancia, por herencia, por haberlo mamado de los discursos imperantes, se filtraba incluso en este discursear la palabra “banderías”, más sospechosa, desviación o degradación sutil de aquella otra que puede tener en ocasiones uso no criticable, banderas, ya que incluye a las inmaculadas celestes y blancas. Es una derrota. Impera una voz sin rostro visible que va contra el colectivismo, la organización popular, la participación.

Hasta en algunas convocatorias en defensa de los derechos humanos se apela a veces al pedido: sin banderas políticas. Es cierto que son casos en los que se procura un mensaje compacto y unificado, en función de una reclamación o consigna que no puede ni debe ser opacada por ninguna otra, pero lo es también que se filtra allí una pátina de supuesta “pureza”, la apelación a una gestualidad magnánima: sin banderas políticas, porque las banderas políticas pueden ser malas u objetables. O mucha gente cree que lo son, porque así lo viene escuchando desde mediados de los 80. Y ni qué decir de banderías. 

* Escritor y periodista, presidente de Comunicadores de la Argentina (Comuna).