Siempre necesité muy poco para disfrutar de unas vacaciones de verano. Prefiero los lugares tranquilos, cerca de alguna playa o algún río o al menos una pileta donde refrescarme. También me gusta que donde sea que vaya no me quede demasiado lejos, porque los viajes largos me cansan y por lo general siento que durante el regreso, cuando es tedioso, me gasto todas las energías recuperadas en los días de descanso. 

Llegué a Las Toninas por casualidad, en el verano de 2016, cuando me enteré por Facebook de que un conocido alquilaba una casita a muy bajo precio. El lugar me pareció ideal para pasar unas vacaciones solo (para escribir, pensaba, aunque al final no escribí casi nada): a cinco horas en micro desde Buenos Aires, baratísimo, una casita lejos del centro (en Las Toninas, quince cuadras es lejos, dado que de un extremo al otro hay unos 3 km) y a dos cuadras de la playa. Al tercer día, decidí comprar una sillita, que fue mi platea de solitario: me encantaba ver a las personas en la playa, en convivencia armoniosa y organizados espontáneamente por sectores: grupos de amigos y amigas o familias, unos jugando al fútbol, otros al tejo o a la paleta; vendedores ambulantes, los carritos de churros de La Estrella (lo más de lo más) o de Arco Iris. Completé la felicidad comiendo un ceviche exquisito que preparé con unas corvinas recién sacadas del mar, compradas en un puestito de pescadores sobre la playa. Tan bien la pasé por aquellos días, que al año siguiente decidí volver. A todas las delicias de mi primera temporada en Las Toninas, en el verano de 2017,  se sumaron los encuentros sexuales. Por un lado, estrenaba celu nuevo y hacía mi debut en Grindr, donde encontré varios chonguitos que, al haber menos putos por kilómetro, estaban disponibilísimos; por otro, llegaba con el dato de una playita gay escondida entre los médanos, en el límite entre Las Toninas y Santa Teresita, sobre la que escribí el año pasado para este suplemento, donde los lugareños nos guiaban a quienes llegábamos por primera vez: algunos éramos abiertamente gays, y otros, más reservados, tenían la apariencia de ser hombres casados que se escapaban de sus familias a la hora de la siesta. Una de las sensaciones más agradables del mundo: después de una tarde orgiástica entre los médanos, bajo el sol que se filtra entre las ramas de un tupido bosquecito de acacias, correr a zambullirse entre las olas.