Cuando entró al vestuario visitante del Estadio Nacional de Santiago para cambiarse por primera vez como jugador de la selección, a Marcelo Espina lo esperaban, prolijamente acomodadas por los utileros, la camiseta número 10 y la cinta de capitán. El último futbolista que había portado los dos emblemáticos estandartes del fútbol argentino era nada menos que Diego, ese Maradona al que le habían cortado las piernas en el funesto y –en ese entonces– todavía muy reciente Mundial de Estados Unidos.

Para su debut como entrenador del seleccionado nacional, el 16 de noviembre de 1994, ante Chile, Daniel Passarella había elaborado una convocatoria en la que prevalecían jugadores de River y Boca (cinco de cada uno), pero que también contemplaba a otros de equipos más modestos. Estaban Javier Zanetti y Jorge Jiménez, de Banfield; Juan Pablo Sorín, con un puñado de partidos en Argentinos Juniors, y hasta había un futbolista del ascenso: Carlos Bossio, que ataja en Estudiantes en el Nacional B. Espina se destacaba como uno de los goleadores del fútbol argentino, pero cambiar la camiseta de Platense por la celeste y blanca le parecía algo demasiado remoto. Sin embargo, sucedió.

“Todo fue muy sorpresivo para mí”, es lo primero que dice en la charla con Enganche en la que repasa ese momento indeleble de su trayectoria como futbolista. “Estaba en la casa de mis viejos, que los había ido a visitar, y mirábamos el noticiero de la tarde. Entonces, al momento de la información deportiva, anunciaron que Passarella había hecho su primera lista como entrenador de la selección. Y empezaron a dar los apellidos. Estábamos atentos para conocer a los jugadores que había convocado y ahí fue cuando escuché que me nombraban. Era goleador del fútbol argentino (había sido el máximo anotador del torneo Clausura, junto con Hernán Crespo) y andaba bien, pero no me lo esperaba. Y ahí empezó a sonar el teléfono de mi casa y de la de mis viejos sin parar”, recuerda más de dos décadas después.

El día anterior a viajar a Santiago, después de un par de entrenamientos en el predio de la AFA, Pasarella junto a los once futbolistas que iban a iniciar su ciclo al frente del seleccionado. Se trataba de Bossio; Zanetti, Roberto Ayala, Néstor Fabbri, Rodolfo Arruabarrena; Marcelo Escudero, Hugo Pérez, Christian Bassedas; Espina; Ariel Ortega y Sebastián Rambert. “Cuando nos dijo cómo se iba a parar el equipo, yo estaba de número diez. Y después supe que además de jugar de diez, iba a usar la diez”.

Si la citación había sido inesperada y la titularidad incrementaba la sorpresa, la capitanía terminó de escribir el cuento que podía ser fantástico pero era pura realidad. Poco después de llegar a la capital chilena, el entrenador juntó a todos los jugadores en un salón del hotel que los albergaba y, antes de la conferencia por la que esperaban los periodistas argentinos, les informó que el capitán sería Espina. Parado entre sus compañeros, el corazón le comenzó a galopar emocionado. “Fue bueno que me haya enterado de todo así, de repente; porque estar al tanto recién sobre la hora de muchas cosas que son fuertes te evita pensar demasiado, porque no tenés tiempo, y eso es bueno. Yo jugaba en Platense, un equipo con muy poca repercusión y de repente me encontraba ante la mayor exposición”. De todas maneras no se trataba de un chico, tenía 27 años y estaba en su punto de maduración justa como futbolista, destacándose con una pegada prodigiosa y un panorama de juego que lo diferenciaba.

El recorrido de Espina en el fútbol había tenido como punto de partida el club de baby Los Andes, en la localidad de Florida. Lo que siguió, fueron las infantiles en River, de donde se fue a los 12 años después de pelearse con un entrenador. Entonces fue a Platense, donde después de cada categoría del fútbol juvenil llegó a primera. Cinco temporadas más tarde voló al fútbol mexicano para una estada de dos años. Regresó para jugar en Lanús, donde apenas estuvo un año antes de regresar a Platense y dar el salto tan grande como inesperado.

El Passarella técnico había convocado a un jugador que ya había sufrido el Pasarrella futbolista, en su epílogo. Cuando regresó de Inter, de Italia, para retirarse en River, el primer partido del Káiser en el fútbol argentino después de seis años en Europa fue el 11 de septiembre de 1988 ante Platense. Esa tarde, el Calamar se impuso 2-1 en el estadio de Vélez con un tempranero gol de Espina a los 8 minutos. En la segunda vuelta, ya al año siguiente, se cruzaron otra vez el que llevaba la camiseta número seis, de 35 años, con el que portaba la 8, de 21; y el elenco de Saavedra nuevamente le ganó al Millonario, esta vez 1-0.

La camiseta número 10 de Argentina había sido vista por última vez hacía poco menos de cinco meses antes del encuentro que marcaba el punto de partida de un nuevo ciclo. No aparecía desde que Diego se la había puesto para el partido ante Nigeria, la tarde que en Boston se fue de la cancha de la mano de una enfermera rubia, con una sonrisa tan grande como el llanto que desbordaría luego. “Con el tiempo tomé mayor dimisión de lo que había sido ponerme esa camiseta y esa cinta después de que las había dejado Maradona. Si tengo que elegir un instante de mis carrera es encabezando la fila al momento de salir a la cancha en el Estadio Nacional”.

La noche en la que desaparecieron las cabelleras largas y los aritos fue de varios bautismos en la selección. Los únicos que ya habían jugado en el conjunto nacional eran Fabbri, mundialista en Italia, Ortega y Perico Pérez, ambos parte de los 22 que Alfio Basile había llevado a Estados Unidos. El último estreno de la noche se dio a cinco minutos del final del partido, cuando Espina dejó la cancha para darle su lugar a un pibe de 18 años, Marcelo Gallardo.

Aquella noche trasandina, Espina hizo un gol para que el debut sea mejor de que lo que hubiese soñado de pibe: la camiseta diez, la cinta de capitán y un festejo con los brazos en alto. No recuerda qué pasó con el brazalete, pero esa casaca es la única que guarda enmarcada, como testimonio de un momento bisagra. “Ese partido me cambió la vida”, afirma sin dilaciones. “Fue esa noche cuando la gente de Colo-Colo se fijó en mí, y a los tres meses me compraron. Sin dudas ese partido cambió completamente mi carrera”, asegura. Llegó al Cacique en 1995 y, con un paréntesis español en el Racing de Santander entre 1999 y 2001, allí se retiró en 2004. Cuando tuvo su partido de despedida asistieron más de 30.000 hinchas del equipo chileno y al año siguiente lo llamaron para ser técnico del equipo. Como entrenador tuvo un discreto recorrido que culminó en 2013 en Platense y lo que siguió fue la incursión en el periodismo deportivo para convertirse en comentarista de una importante cadena internacional.

Al margen de la significación y el impacto que lo marcarían, Espina también se detiene en el juego de aquel 3-0 con los goles de Rambert, el suyo y el de Escudero: “Yo me había quedado contento con mi actuación, había hecho un gol, dado el pase de otro y pegado un tiro en el palo. El equipo había jugado bien”.

La continuidad de Espina en la selección duró poco más de un año. En 1995 formó parte de los planteles que disputaron la Copa América y la Copa Rey Fahd. En el certamen que ganó Uruguay sufrió mucho la noche de la recordada derrota 3-0 ante Estados Unidos, en el estadio Parque Artigas de Paysandú, cuando padeció jugar recostado sobre la derecha del mediocampo. En el germen de lo que hoy es la Copa de las Confederaciones ingresó en la final ante Dinamarca, al momento en que el elenco de los hermanos Michael y Brian Laudrup marcaba el segundo gol del que sería el 2-0 definitivo.

Nada de lo que ocurrió después ni de lo que había sucedido antes se equiparó para Marcelo Espina con la noche del 16 de noviembre de 1994; su noche, cuando se calzó la camiseta número 10 y la cinta de capitán poco después que Diego Maradona y mucho antes que Lionel Messi.