Hace 40 años, un 5 de enero, salió una información escueta en el diario El Intransigente de Salta destinada a ser una pintoresca minucia de la historia del rock argentino: fue la primera vez que apareció en letra de molde “Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota”. El texto decía: “Por vía automovilística, llegará hoy a nuestra ciudad el ómnibus que conduce al conjunto-espectáculo marplatense Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota”. La rara fórmula de “conjunto-espectáculo” sumado al error del origen da una idea de lo indefinible y estrafalario que era todo. El aviso promocionando el show publicado dos días después fue aún más bizarro: “Divertidísimo espectáculo. En Polaco. Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. JAZZ Música negra ROCK. Canilla libre $ 3000. Reserve tarjeta con anticipación. Hoy 22.30 y 1.30 HS. Deán Funes 82.”

Nada tenía forma hasta ese instante. Eran una banda en el sentido no rockero del término, una pandilla desharrapada y exultante que había hecho pie en un teatrito de La Plata llamado Lozano. Con un espíritu zappiano, protagonizaban noches transfiguradas de happening, gallinas arrojadas al escenario y un tipo disfrazado de sultán que repartía buñuelos de ricota. El grupo original –reunido para musicalizar los cortos experimentales de Guillermo Beilinson y el Indio Solari– había crecido en número. El movimiento era de flujo y reflujo, extemporáneo: se juntaban para tocar para luego dispersarse. Un péndulo de encuentro y fuga, que escondía una estrategia de supervivencia. La idea era transformarse en un blanco móvil para desconcertar a la dictadura y a la temeraria CNU (Concentración Nacional Universitaria), otra banda bien diferente.

En la diáspora el Indio solía hibernar en Valeria del Mar para componer, cuidar casas fuera de temporada y tomar whisky. La pareja de Skay y Poli, en tanto, andaba de aquí para allá y se dedicaba a administrar campos familiares de los Beilinson en el Chaco salteño. En esos días tomaron contacto con el mínimo ambiente rocker de Salta. Un guitarrista, Gustavo Kantor, los conectó con Alejandrowicz, el famoso “Polaco” del bar. Skay comentó que tenía una banda y la invitación  demoró apenas un par de semanas. En realidad no tenía nada: debía inventarlo, darle un marco al caos. Hubo en el gesto de Skay pretensión, audacia y, sobre todo,  clarividencia. Poli hizo números, juntó el dinero, alquiló un ómnibus marca Volvo y apenas terminada una de las performances del Lozano partieron de madrugada rumbo al Norte. Antes fue necesario el bautismo definitivo: alguien dijo entonces Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y no se habló más.

Llenaron el micro de instrumentos, de alcohol y drogas. Eran veintidós. El Indio fue con su novia, Silvia; el bajista Pepe Fenton invitó a su hermano, El Ñandú, y así. El Payaso Martínez (a) Mufercho no paraba de hablar, el Indio agitaba al aire botellas de Criadores como si fueran cantimploras, el Doce se parlaba a Rubén –el chofer del micro–  y Guillermo Beilinson (a) The Boss filmaba todo con su camarita de Super 8 con conciencia de posteridad.

La estudiantina lisérgica no sabía bien con qué se encontraría. El viaje fue largo. La peor hora del día -dos de la tarde- los sorprendió en las salinas de Santiago del Estero. “Habría 50 grados –recordaba Fenton–. Casi morimos”. En el camino los paró varias veces el Ejército, en pleno Operativo Independencia. No había tutía: en cada detención podía pasar cualquier cosa. Zafaron cada una de las requisas. Blandían los documentos al aire cada vez que los paraban, escondían la droga en dobleces de los bolsos y Poli con su temperamento de témpano se le plantaba a los milicos: “Es un viaje universitario, señor”, decía.

Llegaron al bar y comprobaron lo que algunos sospechaban: El Polaco era un tugurio atroz. Ni fue casi nadie. “Tocamos tres veces en diez días. El tipo nos hizo hacer tres entradas por noche. El público eran básicamente cogotudos, había un subcomisario que se divertía viendo el show... Rarísimo”, evocó Fenton. Los salteños no entendían nada. Mufercho vociferaba incoherencias (“¡El jabón de pomba yira!, ¡el jabón de pomba yira!), mechaba reflexiones y se trenzaba en insólitos diálogos con Solari. Ante la actitud pasiva de la gente, el Indio le preguntó en un momento a Mufercho: “¿Qué los tiene tan mansengues?”. Al final, el monologuista advirtió: “Hoy no habrá buñuelos. Pero Patricio Rey, antes de retirarse, a través de sus redonditos de ricota perderá la forma humana”.

Zaparon y tocaron largos e indefinidos temas. En grabaciones piratas se escuchan “Tómalo de mi estera”, “Solita”, una versión embrionaria de “Maldición va a ser un día hermoso”, otra bastante cambiada de “Mi perro dinamita”, un blues instrumental, y no mucho más. Antes y después, anduvieron por la provincia, visitaron La Bodega La Rosa, se emborracharon, algunos se cruzaron con el Cuchi Leguizamón en las calles del centro y los Fenton se agarraron a piñas en Cafayate. Perdió El Ñandú. El regreso fue terrible, pesado... una larga resaca. La noche de cristal se había hecho añicos.

Tenían –sobre todo los hermanos Beilinson, el Indio y Poli– la decisión de insistir. Se especializaron en barcitos y salas de mala muerte en los alrededor de La Plata y también en Buenos Aires. Guillermo se radicó en Venezuela; el trío siguió con sus planes. El país apestaba, pero ya tenían lo más importante: un nombre. Un nombre inverosímil, fantástico, acaso ridículo. En perspectiva, un nombre engañoso y perfecto. El primer peldaño de una extraordinaria escalera al cielo, de un sueño demasiado hermoso que décadas más tarde se estroló contra el pogo más grande del mundo.