A través de buena parte de su obra (y de manera muy directa en Regreso a Reims y La sociedad como veredicto) Didier Eribon analiza su propia biografía, es decir una historia singular, y a medida que la escribe la convierte en constelación de pasados en el que cada uno de nosotros, como colectivo, reclama un derecho de pertenencia. No hay momento de la larga reflexión del sociólogo que no sea, a la vez, un recuerdo de quienes también sentimos la experiencia de la humillación, el exilio de las normas, la extrañeza dentro de los ámbitos familiares propios o ajenos, la zozobra que adviene con el final de la juventud. O de ese momento en que uno se autoflageló al pensar que “la vida del heterosexual es menos complicada”, o que fue llevado en la adolescencia por un psicólogo homofóbico a decirse que debía aprender a vivir con un vacío permanente, como si esa presencia a veces lacerante de una falta irreparable no perteneciera a cada ser humano, y no solo a los raros como yo. 

Me alivió que, en La sociedad como veredicto, la inmadurez que tantas veces el saber clínico y familiar nos reprocha a las locas sea resignificada por Eribon en un territorio delicioso y de cierta manera salvífico. Ese “detrás del espejo”, empiezo ya a dilucidar, nos salva a menudo del envejecimiento mustio de la mayoría de los heterosexuales, y me parece que a través de él encontramos maneras creativas de sustraernos al dolor del veredicto social, e incluso, para muchos, lograr mantener viva la llama de la aventura sexual, hasta que el médico desconecte el mierdoso respirador. O, no obstante moribundas, hagamos piruetas y bromas obscenas con las amigas en una clínica del cáncer, como Pedro Lemebel en Santiago de Chile justo en estos días del mes de enero, pero de hace ya dos años. “En la misma edad biológica, un heterosexual y un gay no tienen la misma edad social ni la misma edad psicológica”, escribe Eribon. Me encanta la hipótesis. 

La edad de las locas es una manera interesante de inadaptación social. Un homosexual está desplazado, escribe Eribon, en todos los sentidos de la palabra. Una capacidad de engañar al calendario de la desdicha profetizada. O de reírnos de la dignidad que nos toca asumir dentro de alguna institución egregia, como un juez supremo que desfiló con un turbante a lo Garbo en la intimidad de un cuarto de hotel, simulando peluca señorial. No en balde durante la dictadura engañábamos a la cana simulando ser artistas de varieté. Nadie más listo que nosotras en el oficio de revelar el lado absurdo de las situaciones y la pedorrada de los roles. Es que por obra de la inadaptación originaria comprendemos mejor que otros la ironía inagotable de la fatalidad; un saber que nació apenas advertimos de chiquitos que no hay acontecimiento feliz que no esté habitado ya por la muerte. Que en medio de la algarabía de la mesa familiar está escondido el cadáver de un niño, el nuestro. Y que llegará el momento de desenterrarlo, porque nos acompañará siempre. Lo conservamos así, a modo de fantasma recurrente, y volverá a llorar cuando nos invada la agobiadora depresión del narciso, y volverá a la vez a arrancarnos de ese lastimoso ensimismamiento, llevándonos a la busca de lo Otro. Un niño cuya función es un pharmakós: se bifurca en melancolía y joda, según sus propios tiempos. 

Contrariamente a lo que se convino en aceptar, no creo que las libertades o la cierta aceptación social en las que crece hoy una mariquita le evite experimentar sentimientos de humillación y de vergüenza, por más que no atraviese situaciones como las que nos tocó vivir a las mayores. El Huffingpost, hace muy poco, publicó un artículo sobre “la depresión gay”, donde, a través de algunos casos, el autor concluye que las nuevas generaciones, aunque crezcan en otro contexto sexual y social mucho más libre, o se muden a espacios donde tratan de olvidar las ataduras familiares, transportan y perpetúan en su interior el mundo social de aquellos que, dentro del colectivo, los precedieron y, por tanto, de manera clandestina, los efectos traumáticos de la dominación y la vergüenza. 

En los momentos más álgidos, cuando flotamos en el estanque como una Ofelia, el cadáver del niño de la melancolía y el abandono se apodera de nuevo de las muchachas en flor. Y no hay Instagram ni Grindr que sacie. En cuanto a mí, cada vez que no consigo identificar las causas de una tristeza persistente y el origen de ese sol negro que me atrapa, quito de la sepultura al niño. Lo saco a bailar y a reír. Que maduren otros, me digo; yo prefiero volar con ese ángel vuelto comedia.

Maia Debowicz