La película pasó por la última edición del Festival de Mar del Plata como una de esas a las que había que ver y de la que se hablaba en todas las conversaciones. Y es cierto que por su tema y su exitoso estreno en Cannes, 120 pulsaciones por minuto, del francés Robin Campillo, resulta una de esas obras que generan charlas y debate. Sin embargo, en Mar del Plata no eran esos los únicos motivos que hicieron que la película provocara tanto ruido a su alrededor, sino que a ellos hay que sumarle otro, que si bien puede tener un componente chauvinista, no es menos importante en cuanto a lo estrictamente cinematográfico. Es que la película está protagonizada por Nahuel Pérez Biscayart (ver entrevista), joven actor argentino que se destacó en el cine local en películas como Tatuado (Eduardo Raspo, 2005), La sangre brota (Pablo Fendrick, 2008) o Lulú (Luis Ortega, 2014), quien desde hace unos años también acumula blasones en el cine europeo, en especial en el prestigioso cine francés. Y, por cierto, la película tiene uno de sus puntales más firmes en su trabajo interpretando a Sean Dalmazo, un activista por los derechos de los infectados con el VIH durante los primeros años de la década del 90, época en que todas las batallas aún estaban por librarse.

Justamente los dos primeros tercios de la película dan cuenta de ese estado de situación, tomándole el pulso a la forma en que tramitaban su miedo y su furia los jóvenes que padecían esta enfermedad, por entonces mucho más estigmatizada y letal de lo que aún lo es. La historia se centra en los miembros de la agrupación Act Up, integrada por chicos y chicas homosexuales, algunos de ellos infectados y otros no, que se encargaban de realizar acciones radicales, agresivas pero no violentas, para visibilizar su problema. Un Estado que aún no conseguía entender bien la enfermedad para comunicar correctamente las formas de prevenirla y los laboratorios farmacéuticos que retaceaban la información sobre el progreso de nuevos tratamientos representan los principales blancos de las campañas del grupo.

Un detalle inicial da cuenta del fuerte componente identitario que los reúne. “Todo aquel que quiera ser parte de Act Up debe aceptar aparecer como VIH positivo ante los medios, aunque no lo sea”, le explica un miembro antiguo a un grupo de novatos, detalle que marca el compromiso con que asumen su propia causa. La intensidad de la juventud potenciada por una prematura consciencia de la muerte. Todos esos elementos se combinan para hacer que en este segmento la película tome prestado algo del carácter militante y vivaz de sus criaturas.

Pero si estos primeros dos tercios se desarrollan de forma expansiva en el epicentro de la ebullición activista, en su último tramo el film se oscurece y es ahí donde Sean, el personaje, y Pérez Biscayart, el actor, cargan con el peso dramático del relato. 120 Pulsaciones por minuto se vuelve elegíaca para retratar su agonía, pero sin permitirse caer en el extremo de la gravedad. Una escena exquisita sirve de ejemplo. Sean está internado, cada vez más afectado por el mal. Apenas tiene fuerzas para sentarse. Su pareja lo vista en el hospital y al verlo así, dolorido y débil, lo besa sosteniendo todo su cuerpo con una mano mientras con la otra lo masturba. Construida a contraluz y combinando un plano general con planos detalle que dan cuenta del amor que ahí desborda, la escena resulta una especie de Pietá herética de una belleza obscena. En ella no hay ninguna virgen, pero sí el cuerpo llagado de un mártir atravesado por los estigmas que la muerte va trazando en él a su paso. Es ahí donde quizá se hubieran detenido Hollywood y su modelo Love Story. Por fortuna, Campillo se permite atravesar ese límite y la escena concluye con sus protagonistas riendo de su propia travesura. Enseguida comienza a cerrar la historia con la potencia que ameritan su tema y, sobre todo, su protagonista: a puro baile y arruinándole la fiesta a algunos poderosos. Porque algunas luchas no se acaban donde termina la vida.