Fue una de las voces más originales, más sensibles y más profundas de la fantasía y la ciencia ficción del siglo XX. Y de la literatura estadounidense en general, porque también era poeta y ensayista. Para ser justos, habría que decir en verdad que su voz era prácticamente del siglo XXI, porque Ursula Kroeber LeGuin era en muchos sentidos una adelantada a su tiempo y sus intervenciones públicas seguían siendo lúcidas, vibrantes y un aire fresco en el mundillo literario. LeGuin falleció el lunes en su casa de Portland, Estados Unidos. Su hijo Theo confirmó a última hora del martes la noticia, que apesadumbró a miles de fanáticos de todo el mundo. Es que –parafraseando a una crítica norteamericana–, la escritora californiana tenía la rara virtud de devolver a sus lectores a sí mismos con el corazón tranquilo.

Tenía 88 años y, más allá de algunos problemas de salud que la afectaron en los últimos meses, LeGuin estaba lejos de retirarse y publicaba al menos un libro nuevo cada año. Y si bien es cierto que la mayoría de ellos no lograron el reconocimiento de sus principales obras, tenía en su haber algunas novelas y cuentos que más de un colega hubiera dado una mano por escribir. La saga de Terramar (cinco novelas y un libro de cuentos) o La mano izquierda de la oscuridad figuran en cualquier podio del género, pero es imposible pensar en ella y no señalar otros como Los desposeídos, El nombre del mundo es bosque o Los que abandonan Omelas. Y agradecerle.

Las categorías de “fantasía” y “ciencia ficción” no bastan para explicar su literatura. La épica de su saga de Terramar no es la de los vastos ejércitos tolkenianos, la del implacable caos de Moorcock ni las folklóricas exploraciones de Neil Gaiman. Su épica era íntima, susurrante, y pendía más de la capacidad del mago Ged de ponerse en paz consigo mismo que del filo de una espada. Y los relatos del Ecumen, como se podría llamar a toda su serie de textos ambientados en el espacio, no se preocupaban por explicar cómo gira una tuerca en el espacio o los efectos corporales de atravesar una galaxia. A LeGuin le interesaba pensar cómo cambiaba una sociedad si sus miembros no eran seres sexuados todo el tiempo, cómo se relacionaban dos potencias con sistemas socioeconómicos diametralmente opuestos o qué hacía falta para que una especie de aparentemente pacíficos nativos se alzara en armas contra sus invasores. No había batallas fuera de órbita, ni sociedades híper tecnificadas. Pero sí había ciudadanos que descubrían que su bienestar dependía de la desgracia ajena. Y no todos podían soportarlo. Así que ella decía que lo suyo era “especulación ficción”. Que buscaba ver cómo cambiaba el mundo, las personas, si se los modificaba a ellas o al mundo un poquitito apenas.

Por si el párrafo anterior dejó alguna duda: si algún escritor del palo dejó claro que la literatura de género era una forma de reflejar y pensar la realidad, fue LeGuin. Tenía una pluma bella, cautivante y curiosamente transparente. Era feminista, anarquista y taoísta. Ambas filosofías se traslucían en sus textos. No importaba que fueran los magos más poderosos del mundo, que pudieran hablar con dragones o detener terremotos: sus protagonistas masculinos no eran los típicos machos todopoderosos tan habituales en la literatura fantástica. Sus protagonistas mujeres encontraban su propio modo de hacer las cosas. En un rincón de la literatura tradicionalmente copado por los autores varones, LeGuin brillaba y ofrecía siempre lo que muy pocos colegas alcanzaban: personajes profundos, creíbles y muy humanos, más allá de los genitales que les hubieran tocado en suerte. Así, La mano izquierda de la oscuridad es tanto una reflexión sobre el impacto de la sexualidad en la sociedad como un homenaje encantador a la amistad.

Los desposeídos no deja dudas sobre su anarquismo. Y su taoísmo también era fácil de encontrar en sus textos. Ahí está la noción de equilibrio de la magia en Terramar, que destaca por su claridad. Y ya puestos, la concepción de la magia como una lengua verdadera capaz de nombrar y cambiar el mundo también se extendía a otros trabajos de la autora. La revolución de los athstianos en El nombre del mundo es bosque es, también, una revolución del lenguaje, de encontrar palabras para designar aquello que no se conoce y se necesita. LeGuin entendía en profundidad el lenguaje y, de hecho, hablaba varios idiomas. Entre ellos dominaba el español, al punto que había leído a sus colegas argentinas. Era conocida su amistad con Angélica Gorodischer y había lamentado estar demasiado mayor para encarar una traducción de la Saga de los confines, de la mendocina Liliana Bodoc.

Sus obras fueron adaptadas a otros medios con suerte dispar. Quizá la más notoria –y desafortunada– de esas experiencias ocurrió con el mítico Studio Ghibli, de Hayao Miyazaki. A comienzos de los ‘80, el gran animador japonés había tentado sin éxito a LeGuin para adaptar Terramar, pero la norteamericana rechazó la oferta porque no conocía su trabajo. Tras ver, años después, Mi vecino Totoro, cambió de opinión. Y aunque el resultado es bello estéticamente, la dirección del hijo de Miyazaki corrió el foco del alma de la historia, lo que decepcionó a LeGuin, e incluso alejó durante algunos años a padre e hijo.

Listar todos los premios y reconocimientos que recibió en un momento u otro de su carrera sería un acto de futilidad: ganó varias veces todos y cada uno de los premios de su especialidad. Un hermoso ejercicio como lector es escuchar hablar a LeGuin. Si uno más o menos maneja el inglés, por YouTube circulan varios videos de entrevistas, discursos y reflexiones de la escritora (sobre Tolkien, sobre escribir para jóvenes, sobre la literatura misma o sobre sus temas centrales), e incluso lecturas de sus propias grandes creaciones. 

De modo que ahora, después de haberle ofrecido al mundo todos esos bellos libros, de haber tocado e inspirado a sus lectores (porque era, entre muchas otras cosas, inspiradora), después de haber redefinido un segmento de la literatura, después de aportar sabia serenidad a los universos fantásticos y científicos, LeGuin murió. Y sí, queda su obra. Sí, sus libros siguen en el estante. Pero en unos años ya no habrá nuevos libros con su nombre, de esos que salían cada año. Y será una pena. Habrá que leerla, como a sus dragones, en el otro viento.