Es difícil ver Coco, la nueva película de Pixar sobre un nene que incursiona en la Tierra de los Muertos  –tal como la concibe la visión de ese estudio sobre la cultura mexicana al menos– sin pensar en la carencia de imágenes que caracteriza a la muerte en nuestra cultura. ¿Qué recursos tenemos para imaginar la muerte? Para los que vienen del catolicismo a lo sumo hay un cielo ya demasiado difuso; para los que no, la solidez de la piedra, o apenas un abismo negro, sin más. Visiones que, en todo caso, no se condicen con la exuberancia imaginativa de lxs niñxs, y por eso Coco llega como una fiesta para los sentidos, como la posibilidad de concebir, aunque sea a través de una cultura ajena, otro más allá posible. 

Esqueletos que bailan y entrechocan  sus huesos, negro sobre colores fluo, puentes de pétalos de flores que conectan, frágil pero efectivamente, la quietud del cementerio con este más allá bullicioso y festivo. Con mucho del espíritu jocoso de El cadáver de la novia (2005) de Tim Burton antes que el más siniestro de El extraño mundo de Jack (1993) de Henry Selick, Coco también asume, como la más reciente El libro de la vida (2014), la distinción entre la muerte física y esa otra muerte mucho más definitiva que en esa película estaba representada por Xibalba: la disolución en el olvido. Porque al protagonista de Coco, un nene de doce años llamado Miguel al que se ha enseñado según indica la tradición a recordar y venerar a los ancestros muertos, se le explica frente al altar de la familia –poblado de retratos de los que cada pariente puede contar una pequeña historia, vivida o heredada–que mientras ellos, los vivos, los puedan recordar, los muertos no están del todo muertos.

Solo que dentro de la calidez de la familia de Miguel, compuesta por una bisabuela ya demasiado viejita y en silla de ruedas llamada Coco, una abuela enérgica que alimenta y dirige a la tropa, una dulce mamá embarazada y un núcleo familiar donde todos han seguido el oficio heredado de zapateros, hay una fisura. Miguel quiere dedicarse a la música y por alguna razón, cuyo autoritarismo contrasta con la dulzura del entorno en que vive, se lo prohíben tajantemente. En lo que constituye un motivo tanto de películas de anteriores de Pixar como Buscando a Nemo (2003) y Ratatouille (2007), como de la más reciente Moana de Disney (2016) en las que la aventura comenzaba cuando una prohibición se transgredía, Miguel no hace caso y visita la tumba de su ídolo Ernesto de la cruz para robarle su guitarra, lo cual lo lleva, hechizo mediante, a la Tierra de los muertos, de la que deberá encontrar el camino de vuelta si no quiere él también quedar convertido en esqueleto.

Con ingenio, astucia y la ayuda de un inesperado antihéroe que tiene la voz de Diego Luna y está a cargo de la canción más honda de la película, “Recuérdame” (no es posible subrayar demasiado el cambio que representa para Pixar, por otra parte, no solo esta incursión vivaz y festiva en la cultura mexicana sino en sus canciones populares, sus acentos y ritmos), lo que Miguel aprende tiene que ver con la movilidad esencial de las historias, cuyo final no está escrito ni siquiera por esa pausa que es la muerte. La redención existe, y también el cuestionar las historias heredadas por nuestros mayores en la búsqueda de otra verdad. Y en una película que extrañamente toma su título, no del protagonista sino de un personaje bastante secundario como es la bisabuela de Miguel, que apenas habla pero es un cuerpo histórico que representa el último puente entre generaciones, Coco habla sobre el recuerdo y la memoria como potencias creativas, como capacidades de hacer donde la muerte parecería condenarnos a ya no hacer nada. Y del misterio por el cual los muertos pasan a ser esa sustancia, preciosa y volátil, que queda en manos de los que estamos vivos.