Sábado por la mañana en el barrio tokiota de Asakusa. De unos parlantes en los postes de luz brota el clarinete sensual de Un americano en París. Muchos hombres hacen compras de traje y corbata, y hay mujeres con perritos blancos como corderos con las orejas y la cola pintadas de verde y naranja.

En la avenida Kappabashi priman los negocios monotemáticos. Uno vende solo sillas de todo tipo; otro, frasquitos y cajitas. La lista sigue con los especializados en mesitas con bancos, cuchillos, chopsticks o vasos. Y está el que vende solamente batidoras, desde la más simple hasta las industriales para hacer helados. 

Un negocio me llama la atención por su variedad exagerada de comidas en la vidriera. Pero sigo de largo. Quince metros más adelante aparece uno similar, donde un plato de fideos sobre la entrada tiene la base pegada a la pared: está perpendicular al suelo pero los fideos no caen.

Miro bien y efectivamente el negocio vende toda clase de comidas. Me tienta un bento de sashimis con tersas lonjas de salmón rosado. Pero mejor no hincarle el diente a nada en esta calle: solo hay comida plástica, réplicas perfectas de todos los platos e ingredientes habidos y por haber en la gastronomía japonesa.    

Entro y creo estar en una casa de elementos decorativos para fanáticos de la buena mesa. Pero la hipótesis no cierra. El fin de toda esta comida es semiológico: son signos plásticos informativos. Se los exhibe en la entrada de los restaurantes para tentar al transeúnte, una costumbre local casi centenaria que ha generado una industria única en el mundo, basada en replicar alimentos con un nivel de realismo asombroso, una especie de arte plástico nacional que se ha exhibido en el Museo Victoria and Albert de Londres durante una exposición de diseño japonés. En Japón, más que nunca, la comida entra primero por los ojos.

Un plato de spaghetti, con levitación incluida, en la calle Kappabashi de Tokio.

EL ARTE DE REPLICAR A un lado y al otro de la vereda hay tiendas de sampuru o “muestras de comida”. Elijo una al azar y la empleada con modales de geisha se inclina dándome la bienvenida: “Arigató wakarimasen”. Aquí, si uno quiere comprar pollo plástico, tiene para elegir alita, pechuga, pata, milanesa, brocheta o el pollo entero, todo en dos colores: bien cocido e intermedio. 

El pan lactal se vende formando la fila completa, la mitad, un cuarto y la pieza individual. Baguettes hay de siete tamaños e incluso pedazos sueltos y rodajas. La verdulería podría decirse que está completa e incluso más: se puede comprar hasta una hoja de lechuga o brócoli ya picado. La tienda incluye también los productos de una pescadería y una carnicería. 

Los huevos fritos están de a uno o de a dos y también hay huevos duros en rodaja. La pizza viene con acto de levitación incluido: una porción “flota” en el aire sobre la bandeja sostenida por la mozzarella que chorrea de ella, una muestra del virtuosismo artesanal de los maestros del oficio de replicar comida, a quienes algunos consideran artistas.

La comida chatarra –tan acusada de plástica– está representada por toda clase de hamburguesas con papas fritas y panchos. En un sector cuento 53 tipos de platos de fideos: con pedazos de cerdo, con cubitos de tofu, con huevos fritos, al tuco y etc. Una langosta del Pacífico que parece viva cuesta 150 dólares y una copa helada 30: la comida plástica es más cara que la original. 

Las bandejas multicolor de sushi vienen en todas las variedades posibles con el refinado criterio estético y visual de la cocina japonesa, un valor tanto o más importante que el sabor en sí. Hay toda clase de platos elaborados con criterio de arte decorativo y componentes cortados en fragmentos mínimos, creando diseño y un orden muy delicado. El plato es como un marco encerrando un cuadro pintado con alimentos, donde los ingredientes parecen elegidos con un carácter de pincelada, como pequeños tallos color naranja y pedacitos de jengibre. Según Roland Barthes “la comida occidental, acumulada, dignificada, hinchada hasta lo majestuoso, se orienta siempre a lo grueso, lo grande, lo abundante; la oriental sigue el movimiento inverso: se expande hacia lo infinitesimal”.

La bebida falsa abarca aquí toda clase de cócteles decorados hasta con orquídeas, diez vasos distintos de cerveza espumante y ocho marcas de latas “heladas” chorreando “gotitas” muy  “frías”. Para los postres hay helados que no se derriten: en palito o cucurucho con diez sabores y sus combinaciones. Una copa helada viene con cubanitos, un acaramelado verde y rojo y cerezas. Las tortas son de chocolate con frutillas, de kiwi, de crema con cerezas –completas y en porciones– y hay una blanca de casamiento con cinco pisos.

Al negocio entra y sale gente todo el tiempo a ver la superposición de productos abarrotados hasta el techo: se mezclan rodajas de limón, centollas, kanikamas, una pizza calabresa, platos de tempura (mariscos y vegetales fritos), una manzana mordida y un atún de dos metros de largo colgando del techo. Me voy de la tienda sin comprar siquiera un sushi de 3,5 dólares pero la empleada se desvive en reverencias y agradecimientos inclinando la cabeza: en Japón el cliente es amo y señor, siempre. 

Salgo obnubilado por el barroquismo culinario y una señora casi me pasa por encima con su bicicleta: mientras en China cada vez hay menos ciclistas y más motorizados, aquí se da el proceso inverso. En la patria de Honda, Kawasaki y Yamaha casi nadie anda ya en moto y prefieren las bicicletas. El problema es que no hay bicisendas y van por la vereda a toda velocidad.

Con modales de geisha, las empleadas entregan delicadamente la compra.

MECA PLÁSTICA Takizo Iwasaki es el padre del “arte” de replicar comida: en 1917 hizo un omelette de arroz con salsa de tomate, una reliquia que aún existe y se exhibe apetecible en la fábrica del inventor, en el poblado de Gujo a tres horas de Tokio.

A comienzos del siglo XX el menú de los restaurantes en Tokio se complejizó con la incorporación de platos occidentales, cuyos nombres no decían nada a los japoneses. Entonces se comenzó a exhibir comida verdadera en la entrada. Pero a lo largo del día cambiaba de forma y color, haciéndose menos apetecible. Así fue que el visionario Iwasaki tuvo la idea de replicar los platos en cera, creando una compañía que hoy factura millones y exporta. 

En Gujo el principal atractivo es la fábrica de Iwasaki, donde por 10 dólares uno crea su propio falso tempura con la ayuda de un maestro artesano. Las réplicas se hacen con PVC desde hace años, pero aquí el visitante utiliza la técnica antigua de la cera líquida que es más sencilla. Todos los años se organizan en Gujo competencias de réplicas de alimento con un criterio artístico; los artesanos crean dragones de falsos fideos y Godzillas de tempura.

En el pueblo hay varias fábricas, cada cual sobresaliente en alguna especialidad: Iwasaki es muy buena haciendo lechugas. En la sede de Maizuru –con una sucursal en la torre Skytree de Tokio– uno juega a descubrir la sutil diferencia entre comida falsa y real.

En Gujo se produce el 80 por ciento de las réplicas de alimento del país, en diez fábricas que convirtieron al pueblo en destino turístico: parece un pequeño Kioto por sus antiguos templos. Las réplicas de PVC tienen sin embargo un problema para el fabricante: su durabilidad es casi eterna y hay poca reposición. Entonces los empresarios se diversificaron produciendo souvenirs como adornos, tarjeteros, llaveros, colgantes y pendrives con forma de sushi y la advertencia de “No comer”. 

De un mínimo sushi a un atún gigante, todo se consigue en material plástico.

LA TÉCNICA En los talleres de Gujo y de la calle Kappabashi se observa el proceso de producción, parecido al de la cocina real: se cortan “vegetales” a cuchillo, se aprieta el arroz a mano para hacer sushi y se espolvorea curry plástico. En estas cocinas se ven pinceles, sprays y latas de pintura con etiquetas de vegetales.

Hay restaurantes que encargan su menú completo y el chef manda cada plato para que lo copien. Si el artesano recibe uno de cerdo con arroz y papas, toma cada fragmento de carne y le coloca una capa de silicona líquida que después pone al horno a endurecer: queda un molde perfecto que se rellena con PVC líquido. El resultado es un pedazo de cerdo plástico igual al original. Lo mismo se hace con la papa, pero el arroz tiene un molde estándar. Cuando los ingredientes son frágiles y pierden la forma al colocarles la silicona (como el helado), primero se esculpe el plato en arcilla y luego continúa el proceso.

Después se pulen las partes rugosas y llega el momento más complejo, el pintado a mano. Por último se pegan las partes entre sí y se arma el plato. Lo más difícil son detalles como las espinas de pescado; el trabajo es tan fino que los artesanos pasan diez años en el escalafón de aprendices. 

Como cada chef tiene su estilo personal y todos los platos son distintos, es imposible estandarizar la industria. Los clientes exigen una copia perfecta. De lo contrario la devuelven, una deshonra para el artesano quien, compungido, lo vuelve a intentar. Un método para chequear la fidelidad de la copia es dársela a un niño: si se la quiere comer, es buena.