El sacrificio de un ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer) comienza con una operación a corazón abierto. Yorgos Lanthimos sabe que la primera imagen de una película es crucial. Funciona para atrapar al espectador, y, como en cualquier novela, cuento, o incluso nota periodística, revela el conflicto central. Lo primero tiene que cautivar sin manipular, atrapar sin ahogar; es una síntesis perfecta de lo que vendrá y un corte preciso, quirúrgico, de lo que hay detrás. Se podría pensar que hay efectismo en este caso. Puede ser. Un sensacionalismo que pivotea entre el documental y el videoarte; entre la estilización con música clásica y fetiche por lo real. En el fondo, no hay nada más cautivante y repulsivo que la imagen real de un corazón capturado por el movimiento pausado del zoom en contrapicado, en contraste con el bombeo sanguinolento que se agita dentro del plano, mientras es intervenido por escalpelos brillantes e instrumentales médicos. Genera una hipnosis instantánea, autoconsciente. De ahí en más, Lanthimos tiene al espectador hechizado bajo el poderoso flujo de sus imágenes desencajadas. 

“Es una película que trata sobre un cirujano. Me parecía que lo mas apropiado era mostrar un corazón abierto”, dijo en una entrevista para la revista IndieWire. Quinta película del director nacido en Atenas, que si bien estudió realización cinematográfica en la escuela de su ciudad natal, como muchos directores del viejo continente, atravesados por diversas inquietudes, pulió su estilo haciendo teatro, video danza y publicidades poco ortodoxas antes de volcarse finalmente al cine cuando entraba apenas en la veintena. Su estilo es típicamente europeo con una fe ciega en la puesta en escena y sus variables, pero al mismo tiempo con personajes muy vívidos y de algún modo perversos y empáticos. A propósito del estreno de The Killing of a Sacred Deer, declaró para The Guardian que no sabe hacer una película lineal. Y no: sus imágenes son manchas, tests de Rorschach cuyas imágenes el espectador tiene que reconstruir apelando a emociones a las que no siempre quiere recurrir. 

Segunda película de Lanthimos por fuera de Grecia con producción internacional, The Killing of a Sacred Deer es un thriller psicológico, con algo de terror médico y morbo familiar. Vuelve a trabajar con Colin Farrell después de su interpretación en The Lobster, una fábula retro futurista con guiños ciegos a la literatura de Mitteleuropa. Lanthimos viene de obtener en los últimos años varios galardones y se coloca, lentamente, en el incómodo mote de director “de arte” (“arthouse” como le dicen los norteamericanos) con una pata en el cine comercial y los deditos en el mainstream. Lugar que ocuparon, en otros años, Michelangelo Antonioni y su aventura reportera por Hollywood, Francois Truffaut y su fracaso estrepitoso con Hollywood, y tantos otros que intentaron copar el mercado sin perder el charm ni la sofisticación. Aunque, si bien nació en a cuna de la civilización occidental, hoy en día el heleno no deja de ser un director de un país periférico.

Nominado al Oscar el año pasado por mejor guion en The Lobster, con esta última película ganó a mejor guion en Cannes, festival que le había otorgado la Palma de Oro y un Certain Regard en el 2009 y en 2015. A Yorgos Lanthimos, con su aspecto de oso apático y bonachón, e inglés sibilante y neutro a-la-Zizek, poco le importan las repercusiones y los éxitos de venta. “Me gusta trabajar con Yorgos”, dijo Farrell en la ronda de prensa “porque es un director que no grita ni tampoco genera un caos en sus rodajes; a pesar de todo lo que pasa en el set, en las escenas, se las ingenia para ser gracioso y distendido. Aunque es muy probable que todos esos gritos y todo ese caos que no muestra estén dentro de él. Por eso hace el cine que hace”.

Mi gran casamiento griego

¿Qué cine hace Lanthimos? Vayamos al 2001, cuando despuntaba su carrera. Después de una comedia sexual con ambiciones surrealistas titulada My Best Friend, y realizada en colaboración con Lakis Lazopoulos, que generó un pequeño revuelo en el cine griego, Lanthimos sacó la bestia que había en él con Kinetta (2005). Cámara en mano, espacios desolados, Kinetta tiene un primer plano que se convertiría en una marca registrada de Lanthimos: un hombre vestido de traje negro, barba abundante, mira, en una autopista vacía, un auto chocado, dado vuelta. Suena, desde adentro, un casete con una música. El hombre agarra el casete y camina por la autopista hasta que, por corte, aparece en la habitación de un hotel donde encuentra a una mujer; las acciones de los personajes se tipifican, las palabras y los diálogos se vuelven fríos y justos. El contexto de la película es la crisis griega de fines del siglo pasado y comienzos de este siglo; instituciones desmoronadas, milenarismo y no future, un país que encuentra un alivio para el déficit fiscal en contraer más deuda y atraer más turistas, en el fondo, oficinistas que se mueven como marionetas, movimientos que Lathinos tomó de su experiencia como realizador de videodanza. No solo nacía un director de culto sino que parecía dar pie a un cine que pronto encontraría una etiqueta: “nuevo cine griego”.

“Era una forma muy primitiva de hacer películas. Hacíamos lo que podíamos hacer, y hasta pagábamos con plata que sacábamos de la publicidad o de cualquier otro lado que pudiéramos sacar”, dijo Lanthimos cuando el movimiento se fue consolidando en los festivales con la aparición de otros directores, y se celebraba el ejercicio de una típica forma subdesarrollada de hacer cine. Como otras cinematografías de la periferia europea, el mentado nuevo cine griego tuvo su pico, fama y declive. Años atrás, la crítica de los festivales más renombrados hablaba de un nuevo cine serbio con Kusturica a la cabeza; eran relatos tomados de la experiencia de la pre y la posguerra, que armaban con ese caos social un proto realismo mágico con mucho Vittorio De Sica; una relectura veloz del neorrealismo italiano en clave fantástica. Después vendría el rumano; naturalismo rural, historias sórdidas, algo de absurdo. El nuevo cine griego, con sus  paisajes de hotel y playas azulinas, sus personajes destruidos por dentro y mecanizados por fuera, tomaba como referentes otro cine: Robert Bresson a la cabeza, sí, pero también el surrealismo de Buñuel y el thriller psicológico de Roman Polanski.

Asociada con su mujer Arienne Labed, productora y directora también (dirigió Assasin´s Creed en donde Lanthimos actúa) su aura como director artístico empezó a resonar por una razón y dos películas. La razón fue el encuentro creativo con quien se convertiría en su guionista hasta el día de hoy: el dramaturgo, periodista y escritor Efthymis Filippou, quien le entregaría el guion de Dogtooth. Una sátira enroscada sobre la familia, la endogamia, el incesto, la pedofilia y la clase media griega, con diálogos cortos, desorbitados y punzantes. Con Filippou encontraría la estructura dramática para su obsesión por el movimiento en plano. La historia era disparatada: dos chicas viven encerradas con su hermano en una casa griega convencidos por sus padres de que los aviones que surcan el cielo son de papel. El padre le pide a una compañera de trabajo tener sexo con su hijo: se niega y termina haciéndole un cunnilingus a una de las chicas que, ante la primera experiencia, le muestra a su hermana cómo es. De a poco la trama va encerrando acciones arriesgadas y la casa se convierte en un cuartel militar del absurdo: el padre mata al perro; se mancha la ropa con sangre para revelar que su hijo está muerto y acusa a un gato. La película saltó el cerco de la clase media griega y obtuvo el premio de Cannes en el 2009.

Su carrera despuntó. Estrenó Alps, sobre un grupo de terroristas que se hacen llamar de eso modo sin ningún tipo de explicación, una suerte de contracara a Dogtooth, y, finalmente, en 2015, con productores ingleses, estrenó The Lobster. Alejados de los planteos griegos por el default, Lanthimos se volvió abstracto y más conceptual; volvió a echar mano a la fábula animal. En una sociedad distópica, mezcla de ciudad medieval, castillo gótico y ciudad moderna, un hombre es enviado a un hotel para encontrar pareja. En esta sociedad, es pecado estar soltero y quienes son abandonados, deben encontrar su media naranja en 45 días. Caso contrario, son convertidos mediante una máquina en animales. En esta casa, donde una masturbación se multa poniendo la mano en una tostadora, y los hombres son excitados por las mucamas al límite de la eyaculación para mantener el deseo latente, las parejas se forman más por conveniencia que por amor. El hombre decide escapar y encuentra afuera lo contrario: grupos terroristas que evitan todo contacto y para quienes enamorarse es sinónimo de estar a favor del sistema. 

La película obtuvo una nominación al Oscar como Mejor Guion Original y cierta repercusión entre los críticos: se lo etiquetó como un profeta del amor en tiempos de Tinder, como un heredero fiel e infiel de los personajes apáticos y tragicómicos de Samuel Beckett, como un autor en vías de consolidación. Para Yorgos Lanthimos supuso un paso nuevo para filmar otra vez con una producción internacional. 

Dioses del Olimpo

Sería una tautología, un chiste de mal gusto, decir que The Killing of a Sacred Deer tiene un aire a drama griego. Empezando por el origen del director, obviamente. Pero hay algo de sacrificio y debate moral, al estilo Ifigenia, que hace mover el conflicto de la historia hacia un sentido de justicia. El título es más que elocuente: nunca vemos un ciervo, pero, si echamos un vistazo veloz a alguna enciclopedia de mitos griegos, vamos a recordar que Agamenón fue condenado por Artemis, después de que éste matara un ciervo. La condena fue una tormenta que impidió el avance de sus naves hacia la guerra de Troya. A cambio, para que el destino fluyera, Agamenón tuvo que entregar en sacrificio a su hija Ifigenia. 

El disparador acá es tan simple como trágico, y desata también una tormenta, aunque puertas adentro. Un cardiólogo recibe la visita de Martin, un chico que le demanda atención como si fuese un hijo más. Lentamente, la trama revela la verdadera relación entre Martin y Steve. Y sus intenciones. Aunque, ¿hay intenciones? Probablemente sí, y no. Los hilos de la película están ejecutados sobre un deux ex maquina. Un personaje insertado en una dinámica familiar, anómalo, más cercano a un dios justo y monstruoso, seductor y naive, que desencaja la lógica de la familia modelo, la razón médica y las cuentas bancarias. Lanthimos se toma tiempo para generar el clima de incomodidad y vuelve a echar mano a la construcción de diálogos cortos (escritos con Efthymis Flippou), incómodos e intempestivos. De a poco, Martin, interpretado por un sorpresivo Barry Keoghan (que viene de hacer un papel nada-que-ver en Dunkirk de Christopher Nolan), se mete en esta familia de almanaque, de suburbio norteamericano que habita una casa más grande de lo necesario, con un padre de familia exitoso, barbudo y panzón que tiene sexo con su mujer de un modo visceral y protosado. Y se mete no como un extraño o un ser de otro planeta, sino como un concepto o una entidad que los hace mover en círculos, para reclamar un sacrificio en nombre de una venganza.

“Trabajo sobre el papel”, dijo Lanthimos. “Tiendo a no sobre intelectualizar demasiado las acciones de los personajes. Nunca hago un background ni me meto en la vida de ellos. Lo que hay o se dice sobre ellos, está en el papel”. No todos los actores son propensos a trabajar así; muchos por lo general quieren saber de vidas pasadas, gustos exóticos o qué cantan sus personajes cuando están bajo la ducha. Con Lanthimos no hay lugar para ese tipo de recursos. Y se nota en las actuaciones que logra; tensas y contenidas, arbitrarias y abruptas. Como si sus personajes recitaran o se sacaran de encima sus líneas por puro nerviosismo. Nicole Kidman, incluso, quien había visto Dogtooth y se mostró interesada en trabajar con él, tuvo un desencuentro y no participó de sus siguientes películas. “Después nos volvimos a encontrar y leyó el guion. Quedó encantada”. Kidman interpreta a Anna, la mujer de Murphy, médica también y directora de la clínica donde Steve trabaja. Si bien Kidman trabajó para Kubrick y Gus Van Sant, aseguró en la ronda de prensa entre risas incómodas que no quiere que sus hijos vean esta película.

Lo que más sorprende de The Killing of a Sacred Deer, además de la actuación desconcertante de Barry Keoghan, en la piel del chico que acosa a la familia Murphy, con sus movimientos espásticos y anfibios de pre adolescente, su cara andrógina y sus miradas fijas de asesino serial (la escena de la cafetería donde revela sus oscuras intenciones a Steve es literalmente escalofriante, y se trata simplemente de un plano y contraplano), son los movimientos dé cámara. Lanthimos se había convertido en un especialista de los planos frontales cargados de objetos y de información. Acá mueve la cámara en largos traveling, con encuadres extraños (coloca la cámara arriba de la cabeza, hace que la clínica se convierta en un aeropuerto), y, al igual que el viejo cine de los setenta, utiliza mucho el zoom in y zoom out, como si estuviera observando las reacciones de esta familia a través de un microscopio lejano. Porque, en definitiva, es la misma cámara, con su mirada perdida, perimetral y desencajada, la que funciona como el verdadero escalpelo que abre el corazón de una familia y los enfrenta a un tipo de justicia interna y aleatoria, alejada del triunfo de la razón, que pregonaban los antiguos griegos, y más cercana a la locura y lo irracional, como parecen señalar estos griegos modernos.