Nunca fue fácil de resolver el problema de una época que cesa, lo que suele llamarse “fin de época”, dejando paso a otra época. ¿Mantener como agente nostálgico un núcleo de pensamientos “anteriores” o mimetizarse con los “nuevos climas”? En realidad, no sabemos bien cómo se sostiene lo que llamamos “la historia” y qué oleajes de mimetismos colectivos, que muchos señalan como “crisis estructurales”, permiten que en vastas zonas mundiales, se reclame otra cosa o lo contrario de lo que para las mismas personas tenía vigencia antes. Es evidente que la historia no es un flujo único que si se altera en un punto de su tránsito puede ser reencaminada. Tampoco es un tiempo circular que perfecciona sus turnos para repetir alternancias en cada retorno mejoradas. 

Lo que no es posible, es tener un pensamiento tan frágil, que descartando poder comprender cómo giran los tiempos –a la manera de Maquiavelo–, nuestro papel sería apenas el de ir adecuándonos, seguros de que desciframos la clave de cada momento que nos des-responsabiliza del anterior. Si detectamos ebulliciones, somos transformistas; si se viene la mundialización de los gendarmes del neo-liberalismo, vemos… Vemos cómo  comenzar con otro idioma, hacer rápidas cuentas, y acaso plegarnos a la situación reinante en nombre de otras leyes  tan rigurosas como misteriosas, las leyes de la economía mundial y esos insondables poderes autosuficientes que la regulan.  

En el paso de una época con aires revolucionarios clásicos, a otra que repone los órdenes conservadores o los regímenes de la “administración de las cosas”, no solo se produce por la dificultad de explicar el embudo por el que atravesó esa mutación. También se nos pone ante la angustia de las personas que vivían bajo un conjunto de conocimientos existenciales o de creencias sostenidas en la imaginación colectiva, creencias que al quebrar su aparente solidez, se encuentran luego frente al desafío de sostener una conciencia fuera de época o renegar de todo lo actuado por ellos mismos, diciéndose que aquel otro no era yo. 

No, era otro en mí, el que creía que aquello duraría eternamente, y ahora, en esta nueva etapa a la que me preparo para entender y devolverme mi yo verdadero, proclamo que no, que aquel no era yo. Era mi sombra distraída. Aquel que leyó “Huracán sobre el azúcar” de Sartre y gritó en alguna calle por un “imposible Perón”, “un irreal Guevara”, un “Cooke siempre desubicado”, un “Mao de pies de barro” o un “Marcuse anticuado”… no, no era yo, era un ánfora vacía a la que un historia desmesurada llenaba de vocinglerías revolucionarias que no me avisaron que eran flor de un día. ¿Cómo me hicieron eso?  

Las cosas, por supuesto, nunca son tan tajantes. Pero este rápido esquema sirve para juzgar distintos modos de rehacer los horizontes de vida. Dos figuras arquetípicas pueden servir para reflexionar sobre esta trama, más bien trágica. El que a la manera del mencionado tiempo cíclico, al sentirse derrotado, pensará que todo comenzará nuevamente en el mismo lugar en que las expectativas anteriores se deshicieron. O el que al ver que todo podía comprenderse como un equívoco, se sitúa en el punto de vista de que todo marchaba hacia el fracaso, pensamiento que solo puede ser retrospectivo. Entonces, confirma un cataclismo como inevitable, solo porque recién ahora puede verlo de lejos, como ese acto ridículo y desatinado que nos pasó cuando éramos otros, aquel yo discontinuo que entregó una piel vacía con la cual, si ahora tiene relaciones, es por la vía de una melancolía artística o de una remembranza para el museo de la revolución. 

Así, muchas personas que participaron en los movimientos insurgentes de los años 70 –incluso los más vehementes de ellos–, pueden considerar que ahora –no se explica muy bien cómo– las condiciones tan distantes a aquellas que parecían dadivosas y permanentes, obligan a cambiar de rumbo de manera personal, con operaciones de conciencia que el drástico canje de época justifica por su mero enunciado. ¿Cómo se sostiene en una conciencia la noción de anacronismo? ¿Leyendo a Nadja de André Breton? ¡Mejor con tribunales de descarte de mi propio pasado!

Por eso el artículo de Sergio Bufano en Clarín sobre los grupos radicalizados mapuches se siente muy cómodo, primero, para dejarse tocar por el pensamiento de que hay jóvenes mapuches “que aparentemente han decidido actuar como guerrilleros”. Desde luego,  están fuera de época y los ridiculiza con la frase que de entrada espanta. Querrían llegar al poder “mediante la boca del fusil”, como si estuvieran en las vastas llanuras de China en 1940. Cometen el error de un sueño que ya no tiene sostenes morales o materiales. Santiago Maldonado, en cambio, era un joven idealista, pacífico y noble, cuya nobleza –Clarín permite escribir esto– es un valor “que no siempre se encuentra en políticos, sindicalistas y empresarios  argentinos”. Bufano quiere saber quién es el responsable de esa muerte cuyo rostro –se resguarda– “nos acompañará siempre”. ¿Pero quien fue el responsable de su muerte? En esta pregunta hallamos el núcleo refulgente de una espinosa discusión.

Los responsables fueron los “insurgentes” del RAM “que lo abandonaron  a suerte”. Así nomás. Pero se trata de un argumento de espesura llamativa, pues apela a una “regla militar”, sea cual fuera ese grupo armado, que obliga a no abandonar a un compañero herido o caído, que encima no conocía el terreno, no sabía nadar, no conocía la temperatura del río, por lo que los asustadizos partisanos que abandonan el campo debían retrasar la marcha y levantar al caído aun a costa de “sufrir su propia suerte”. Bufano le atribuye a esa supuesta guerrilla la vergonzante consigna de “sálvese quien pueda”, contraria a la nobleza atribuida a un joven soñador y desinteresado, que no fue contemplado con los reglamentos de lealtad en combate.

Hay muchos errores lamentables en este razonamiento, pues no hay una guerrilla en el sur, hay un movimiento étnico y social de reivindicación territorial y cultural, que nos interroga a todos. Ahí no podrían estar vigentes códigos honoríficos de cualquier milicia, que al mencionarlos, se constituyen en una agresión hacia quienes eran perseguidos por una fuerza militar, está sí efectiva, arbitraria y despojada de consideraciones de la “moral militar”, sean cuales sean.  Cuyos criterios “honoríficos” conocemos bien, pues no parecen haber leído precisamente esos reglamentos sobre el compañerismo en acción que se invocan. Bufano hace una grave acusación a los mapuches “aprendices de guerrillero”, cobardes por no retribuir la solidaridad que le prestaba ese joven magnánimo. Luego, no quisieron buscarlo con diversos pretextos porque “no querían reconocer su propia deserción”.  

Considero grave esta –no obstante– trabajosa argumentación. Primero les dice guerrilleros imposibles y extemporáneos, luego aprendices de la lucha armada que no cumplen con el código de solidaridad militar, después timoratos avergonzados de su propia incuria. Como corolario, repentinamente armado Bufano de códices de la milicia, dirige culpabilidades a pedir de boca, no de la boca del fusil sino de la capacidad degustativa del periódico donde escribe.  

Todos sabemos cuán diferentes son los hechos y los acontecimientos vinculados a la irrupción de un aparato militar en una manifestación político-comunitaria. Todavía no están terminados los peritajes, que nunca son enteramente acabados y concluyentes. Hay en plena promoción una campaña para eximir de responsabilidades a la gendarmería, inmunizarla per secula seculorum, y dar una vuelta de 180 grados en los aguijones de la responsabilidad. Es cierto que el gobierno esto lo viene diciendo de hace tiempos. Rústicos como son, de algún modo precisaban refinar su argumento. Bufano se los sirve en bandeja. Los mapuches son culpables, tanto como lo pensaban los generales argentinos a fin  del siglo XIX, pero ahora, juzgados por alguien, que además de sugerir que él no era él, les endilga el desconocimiento de un reglamento militar, que cualquier novato insurgente debería conocer. 

Pero es evidente que los jóvenes  mapuches no son, lo  que el que dice no ser lo que era, les dice lo que ellos son. No son guerrilleros, son un pueblo con cosmogonías, dioses y demandas específicas, con un sector más activo que dista mucho de ser una fuerza militar. La nota de Bufano en Clarín contribuye a culpabilizarlos con argumentos que no solo son parte de una poco desértica campaña –lo acompañan grandes esfuerzos gubernamentales y mediáticos–, sino que abona también las forzadas sacudidas parlamentarias y periodísticas por declarar ahora la exención de cargas, esto es, la impunidad, por la oscura e insensata represión estatal de los años 70.