¿Cuál es la fuerza de decir “Yo también” –#metoo, en inglés–? Que la primera persona se usa a modo de abrazo: al enunciar la experiencia personal se ampara a otra para que sepa que no está sola. ¿Cuál es el poder que ponen en juego los que abusan sexualmente, los que acosan? El de aislar a las víctimas. Nos aíslan cuando tenemos miedo de perder el trabajo, cuando el acosador es alguien a quien respeta(ba)mos, cuando es alguien de la familia –y entonces sabemos que hablar es similar a poner una bomba en el centro de esa institución sacralizada. Aun cuando lo hagan delante de otras personas, aun cuando sus actos corran de boca en boca.

Aislarlas es hacerles (hacernos) creer que no tenemos agallas para decir no, que algo que hicimos fue una provocación, que nadie quiere escuchar lo que tenemos para decir, que es menos dañino callar que decir la verdad. Cuando Roberto Pettinato dice que no habría abuso si el no fuera inmediato lo que está haciendo es lo que hacen todos los abusadores: intentar sellar una complicidad con las víctimas. Cuando algunas mujeres dicen que a ellas no les pasó nunca o que ellas son capaces de rechazar al abusador por su valentía, lo que hacen es dejar más solas a las que antes se sintieron solas. Pero el abuso sexual, como el acoso, no son conductas individuales, son patrones de conducta habilitados por el patriarcado, habilitados por un machismo que no es propiedad de los varones porque son (somos) muchas, muchísimas las que crecimos y nos educamos sentimentalmente en la necesidad de agradar, de ser parte de la mayoría, de creer que hay condiciones individuales en tal o cual víctima que la llevan a hacerlo. Hacer foco en la responsabilidad de las víctimas es un mecanismo de defensa para muchas: si algo hicieron, entonces las que no lo hacemos podríamos estar a salvo.

La condición de las víctimas es el aislamiento, y no porque alrededor de ellas no haya otras personas sino porque en torno a cada una el machismo, el patriarcado, ha construido un deber ser que es para todas. Vaya paradoja.

La condición de los abusadores es el poder, y no sólo el poder que tienen individualmente sino el que les otorga el sistema patriarcal, ese que dice entre muchas cosas, que la sexualidad de los hombres es activa, impulsiva, irrefrenable si no se la sacia -y por eso Ari Paluch, entre otros, se defiende diciendo que tienen buen sexo con SU esposa.

Esta estructura es la que se tambalea, por la fuerza de voces individuales que se van potenciando unas con otras y aunque dicen Yo están construyendo un nosotras. Un nosotras que no es homogéneo, que se abre más como pregunta que como certeza, que necesita sacudirse, para nombrarse, los supuestos que la máquina de violencia que es el sistema de género nos impone: no somos todas madres, no somos todas heterosexuales, ni todas nos queremos depilar, ni todas andar con los pelos en las piernas al natural, ni todas tenemos los medios para plantearnos esas preguntas, ni tenemos en nuestra historia las mismas heridas.

¿Cómo podría decir que quién escribe esto, aun cuando sufrió abusos más de una vez, es igual que la trabajadora doméstica violada por los hijos de los patrones? 

Sin embargo, la potencia de decir “nosotras” es como una marea capaz de arrasar con todo lo conocido. Y sí, da miedo. Porque ¿qué habrá cuando se caiga el patriarcado? ¿Cómo seremos, cómo nos amaremos, cómo gozaremos de la sexualidad? ¿Qué será de la familia cuando nos enfrentemos a la constatación cotidiana de que así, cerrada, impuesta, endulcorada, con privilegios para unos y tantas tareas no valoradas para otras es el lugar de lo siniestro?

La jactancia de Pettinato protegiendo el “mundo de los varones” en el que se comparten las imágenes de las mujeres que tuvieron en la cama sin que ellas lo sepan es un manotazo de ahogado, delata el pánico por la pérdida de un poder, que más allá del que tiene individualmente, comparte con otros, le permite actuar, susurrar al oído, toquetear y, como un mano larga en el colectivo, cuando alguna pega el grito y se planta, la trata de loca, amargada, incogible. Feminista fundamentalista, como dice Facundo Arana, el galán padre de familia. Exagerada, aprovechadora, mentirosa; como dicen otros. Ellos también se parapetan en el nosotros pero su estrategia es acusar.

La estrategia de las frágiles, en cambio, es hacer fuerza de lo que nos falta; es la empatía de vernos en las otras, es reconocer en la repetición que esto que ahora sale como emanaciones de una infección largamente tapada no tiene que ver con conductas individuales sino con un sistema que cada vez que decimos nosotras y nos preguntamos qué quiere decir, cruje. Por eso esta columna no habla exactamente de Pettinato, ni de Darthes, ni de Tristán ni de Woody Allen; habla de la casa en la que viven, en la que nos obligan a vivir, la que estamos desmontando: el patriarcado.