Son varias las historias que laten, con ritmos muy diversos, en Detroit: zona de conflicto, tercera colaboración de la realizadora Kathryn Bigelow y el guionista Mark Boal (las anteriores fueron Vivir al límite y La noche más oscura, dos películas de altísimo perfil que no estuvieron exentas de una cuota de polémica ideológica). Por un lado, aquella que reconstruye, con finísima atención al detalle de época, el célebre levantamiento de una parte de la sociedad de Detroit en el año 1967. Por el otro, el drama humano y judicial de los sobrevivientes del “incidente del hotel Algiers” –como se lo conoce desde aquel entonces–, en el cual perdieron la vida tres ciudadanos negros, y otras nueve personas fueron torturadas física y psicológicamente durante horas por miembros de la policía de la ciudad. Finalmente, el núcleo duro del relato, la tensa situación de encierro y tormento que Bigelow dirige con un pulso tan firme que, por momentos, resulta difícil de soportar. Casi una película de género (de suspenso y, por qué no, terror psicológico) dentro de la película de denuncia.

Por cierto, aquí se deja de lado la intervención de las “fuerzas del orden” en territorios lejanos y ajenos para concentrarse en la (violenta) represión interna, dejando asimismo de lado a los agentes de elite de las fuerzas armadas para echar una mirada sobre el accionar de la policía. Grupo de choque que, más allá de la corrección política de sus mandamases –resultado de los veloces e inevitables cambios sociales que se venían produciendo– continuaba haciendo estragos entre la población afroamericana, empujada por la presión económica y laboral a la guetificación, denigrada y violentada diariamente, sometida a una situación de ciudadanía de segunda clase. Los disturbios de Detroit, que incluyeron su buena cuota de saqueos, incendios y vandalismo, fueron sofocados violentamente, en una época que marcaba el fin de la resistencia pacífica a la situación de segregación en la sociedad estadounidense. Ese es el estado de las cosas al comienzo de Detroit, cuya presentación en pantalla adquiere la forma de un complejo tapiz de personajes y situaciones diversas.

El foco se concentra luego en un grupo reducido de huéspedes del hotel Algiers, entre ellos Larry Reed (Algee Smith), uno de los miembros fundadores del quinteto The Dramatics, de quienes se separaría poco tiempo después para seguir una carrera en la música religiosa (la banda firmaría un par de años más tarde con la discográfica Stax, fundada en la ciudad de Memphis). Más allá de que Reed fue, efectivamente, uno de los pasajeros de la pesadilla de esa noche, la elección en términos dramáticos de su protagonismo ayuda al film a encontrar un sostén para la banda de sonido: la música cumple un rol fundamental en la trama, no sólo como apoyo de época sino como símbolo de resistencia, aunque abunden las descripciones respecto del sonido Motown como melodías hechas por negros para la diversión de los blancos. Jamás pudo probarse judicialmente lo que ocurrió aquella noche, pero Boal, basándose en las descripciones de los sobrevivientes y de las fojas del juicio, construye un caso de pisoteo de derechos civiles flagrante, denigrante, racista e imperdonable.

El policía interpretado por Will Poulter –cuyo rostro transmite villanía sin demasiado esfuerzo– es un prodigio de violencia racista, un sádico de uniforme que intenta salvar su posición ante un caso de gatillo fácil, pero que también parece disfrutar de la situación (la presencia de dos chicas blancas en la habitación de un inquilino negro no hace más que elevar la tensión racial). La extensión de más de una hora de la secuencia central, sumada al detalle casi microscópico de los golpes (literales y simbólicos) infligidos a los detenidos, plantea un problema de representación que cada espectador digerirá de manera diferente; un problema ético-estético que no está ligado al contenido en sí mismo sino a su ligazón, muy cercana, con hechos históricos. Por lo demás, Detroit: zona de conflicto es una lección de suspenso cinematográfico que vuelve a demostrar la notable pericia narrativa de la directora de Días extraños. Luego del paroxismo de violencia, diseñado para la indignación y la repulsión del espectador, la película no puede sino desinflarse, a tal punto que la última media de metraje parece haber sido creada en piloto automático, aunque con las mejores intenciones.