En la primera novela de Lucila Grossman (Buenos Aires, 1993) la ciencia ficción se cruza, más que con el realismo de las clases medias urbanas, con un imaginario que proviene de Cartoon Network, Disney y los hipervínculos. Azarosa sin ser caótica, imprevisible y pandillera, Mapas terminales es la novela de una protagonista millennial que de un día para el otro da a luz a un ser más que humano, una “baba bebé” multitasking y con plumas verdes tornasoladas en vez de piernas. Ante la reticencia (o el espanto) de los médicos, las consultas a la web no son de mucha ayuda para resolver los interrogantes de esta joven Virgen María del siglo XXI. 

La novela se inicia después de iniciada. Un día entero en blanco contiene el enigma del engendramiento, o quizás se explique como el efecto consabido de la resaca por consumo de drogas, cigarrillos y alcohol. Jeni despierta aturdida en un departamento sin luz y, en una misma jornada renuncia al trabajo, visita la casa de una amiga y casi muere atropellada por un auto. Luego acude al departamento del padre, un dentista que, asépticamente, le ofrece un nuevo celular y una cena. Allí, la chica se desmaya y recupera la conciencia en una clínica donde, le advierten, deberá parir sin paliativos. Recién nacida, la criatura es ocultada de inmediato por los médicos. De manera vertiginosa, la trama de Mapas terminales acumula sensaciones como si fueran bits aunque la protagonista intuye que todo lo que aparenta sentir se desarrolla en la superficie de una pantalla. “Muchos años de drama queen por aburrimiento me dejaron el reflejo rítmico de “paniquear” pero sin verdadero contenido sentimental”, reflexiona.

Un atributo gozoso de la novela es la representación del grupo de amigos. Como en un dibujo animado o un videojuego, cada personaje tiene un poder. El de Marcos, su compañero de vivienda, es el más evidente. El bufón del grupo infiltra en la trama un rasgo de cercanía que permite traspasar la frontera del mundo creado por la madre del bebé alienígena bautizado Protón. Como un evangelista adicto y hedonista, reconstruye los hechos con la madre de gestaciones virtuales. A solas, ella consulta Facebook, Zonajobs, YouTube, WhatsApp y, para comunicarse con el hijo, Invirox, una aplicación que se instala apenas regresa de la clínica. ¿Acaso una madre nunca puede estar a solas?

“El comportamiento humano me obsesiona porque me parece monstruoso”, dice la autora, que sitúa la relación entre la post-madre y el hijo dentro de la lógica del consumo. Cada capítulo posee una intención rítmica y una velocidad diferente, que pocas veces se ralentiza. “Hay algo del ritmo frenético de la narración que funciona como el recurso más visible -agrega Grossman?. Todos los recursos están orientados a la búsqueda de un sonido.”  

Como en una suerte de Crack-Up porteña, Jeni se asoma al precipicio de su generación, reseteada con trabajos precarios y aspiraciones alucinatorias. “Nosotros no sabemos lo que hacemos, nos derrumbamos”, sentencia. No obstante, con la lógica del desparpajo que gobierna la trama, emprende en grupo fugas ocasionales, pérdidas colectivas de conciencia e incluso un éxodo al Champaquí donde la madre se siente un bebé incapaz de jugar. A falta de ovnis, la imagen de Protón se hace presente mediante señales lumínicas en la noche comechingona.

“La experiencia es el alimento de la literatura y nuestra experiencia está atravesada por los nuevos consumos culturales –dice la autora–. El desafío de la literatura y quizás de todo el arte es redefinirse en los términos materiales que le tocan. Más reaccionario es suponer otra cosa, como el fin del arte y esas barbaridades graciosas.” En Mapas terminales, esa experiencia es el recorrido proteiforme desde un amanecer plateado (que puede ser un fondo de pantalla) hacia las ciudades que habitan un personaje con una red neuronal similar a la de Internet: “Artificial y drogada”.

Mapas terminales

Lucila Grossman

Marciana