De un tiempo a esta parte, el accionar de miembros de las fuerzas de seguridad no abandona las primeras planas de los diarios. Los casos de Santiago Maldonado, de Rafael Nahuel, el “caso Chocobar”, el del policía del Grupo Halcón que asesinó a Fabián Enrique por el presunto robo de un celular. A esta seguidilla de hechos vino a añadirse uno más: la muerte de Emanuel Garay, un cadete de la Escuela de Policía de La Rioja, internado junto a muchos otros a causa de un entrenamiento. Los titulares de la prensa hablan de “deshidratación aguda grave” y “falla multiorgánica”. Los testimonios relatan un entrenamiento sin agua ni descanso, a pleno sol. Alguien cuenta que, al caer Garay al suelo, estuvo todavía media hora bajo el sol y luego le tiraron un baldazo de agua. 

Se dirá que los casos nombrados difieren. Y es cierto. Se trata de distintas fuerzas de seguridad, de hechos con distintas características. Pero hay sin embargo una línea de continuidad: las prácticas a las que refieren no nos resultan desconocidas. Son modos de hacer habituales a la lógica de estas instituciones.

La práctica a la que Garay fue sometido, junto a los demás cadetes, tiene nombre instituido. Se llama baile o milonga, y nadie que haya pasado por una escuela policial la ignora. Estas prácticas pueden no ser cotidianas, pero son sí habituales. Se trata, para decirlo rápidamente, de una batería de rutinas físicas en extenuante concatenación: correr, saltar, agacharse, tirarse al suelo, arrastrarse y volver a correr. 

A veces, la simple repetición de estos ejercicios no alcanza. Dependiendo del margen de maniobra que tenga el instructor, la milonga conoce también otras particularidades. Cadetes bailando en el patio durante la noche, descalzos y en pijama, en pleno invierno. O corriendo y tirándose cuerpo a tierra en un descampado lleno de cardos que se clavan en las manos, los codos y las rodillas. 

No existe una respuesta unívoca para el porqué de tales rutinas. Puede vérselas como un dispositivo eficaz para la obediencia. “A mí una Escuela que no tenga milonga no me gusta”, decía hace unos años una instructora, “porque de ahí salen policías mal vestidos, indolentes, que no saludan”. Puede entendérselas como una sanción normalizadora, que actúa sobre aquellos que se desviaron de una regla. “Lo que no entra por la cabeza, entra por los pies”, repetían también los instructores. Pero son, asimismo, esas rutinas, mecanismos que, al buscar la doblegación, encuentran también el aguante. “Acá se abrió la puerta de la jaula, ustedes entraron, nadie los llamó; ahora se la tienen que bancar”. 

Hay, en esta sumatoria de funcionalidades, una evidente imbricación entre obediencia, dolor, valentía, crueldad y dureza. O, lo que es lo mismo, un enlace bastante arraigado entre la experiencia del padecimiento y la legitimación de una moralidad. Hay también cierto orgullo por una suerte de institucionalidad: para algunos, “una Escuela sin milonga no es una Escuela”.

Por eso, por esta noción del baile como institución, no es la funcionalidad de estas rutinas lo más preocupante, sino su fuerza. Su persistencia. Su capacidad de invisibilizarse como anodinas a fuerza de aparecer como cotidianas. Lo que le ocurrió a Garay es la consecuencia irreparable de una práctica que no precisa de gradaciones espectaculares para ser igual de alarmante. 

A milongas que terminan en hospitalizaciones ya hemos asistido en otros tiempos. A inicios del 2007 varios cadetes de la Policía Federal Argentina fueron hospitalizados luego de un baile. Hubo entonces, como ahora, consternación y debate.

Once años después, el de los cadetes de la Policía de La Rioja puede parecer un hecho “aislado”, en su sentido de distante en el tiempo. Por supuesto, no lo es. Es el emergente de una lógica institucional a la que no se ha renunciado completamente. Una lógica, como otras, asentada en tramas consuetudinarias que son la verdadera condición de posibilidad para la ocurrencia de casos brutales como el de Garay (o el de Enrique o el de Nahuel). Son estas tramas las que deben iluminarse si pretendemos debatir realmente el accionar de las fuerzas de seguridad.

Pero estas tramas no deben iluminarse solas. Sabemos que ninguna normativa pesa más que las prácticas –aprendidas, heredadas, tradicionales–. Pero también sabemos que ninguna práctica se ejerce en un vacío de respaldos. Tan importante como enfrentar ciertas dinámicas institucionales es enfrentar los espacios y momentos políticos que las habilitan.

* Doctora en Antropología (UBA). Investigadora Adjunta del Conicet. Publicó diversos libros sobre las instituciones policiales.