Paraíso perdido. Tiempo a recobrar mediante la estimulación de los sentidos como en Proust o, acaso la verdadera patria del hombre, como quería Rilke, por no hablar del mundo luminoso de Hesse. Lo cierto es que, sea cual fuera la perspectiva poética, más allá de algunas excepciones, la infancia es el lugar al que se suele recurrir para intentar encontrar lo más puro del género humano: la inocencia en el más cabal sentido de la palabra. ¿Y si un hallazgo de pronto obligara a repensar el paradigma cultural desde donde se sostienen gran parte de los valores positivos que se le adjudican a la infancia? ¿Es posible pensar en niños violentos, y no ya como casos aislados sino como parte de una comunidad donde la infancia asume características muy distintas a las conocidas? La respuesta a este interrogante bien podría ser el punto de partida de República luminosa del escritor madrileño Andrés Barba, merecedor del último Premio Herralde de Novela,  donde al igual que en sus libros anteriores, Las manos pequeñas  y La hermana de Katia, retoma  el tema de la infancia pero esta vez para narrar un hecho que conmocionó a los habitantes de San Cristóbal a mediados de la década del noventa: un grupo de 32 niños que se esconden en la selva, llevan a cabo todo tipo de actos de vandalismo hasta culminar en algo tan inexplicable como atroz, un  aparente juego que culminó en un asalto y una serie de  feroces asesinatos en un supermercado. “La tesis para mí más verosímil de que los niños no tenían una intención criminal antes de entrar, y que los asesinatos se produjeron por una especie de saturación de la euforia y la torpeza, se confirma sobre todo en esos dos elementos: la duración y la desorganización”, afirma el narrador, un hombre que intentará reconstruir el origen de aquellos niños, sus conductas y motivaciones, y por sobre todas las cosas el trágico final que los alcanzó a todos cuando la búsqueda se había convertido en una especie de cacería de los propios fantasmas de los adultos. Más de veinte años pasaron  desde la primera aparición en las calles de aquellos extraños que al principio se confundían con los niños ñeê; por entonces el narrador era un joven abogado casado con una profesora de música que tenía una hija de un matrimonio anterior y ocupaba un puesto de dirección en el departamento de Asuntos Sociales. Ahora viudo y con la hija ya independizada, el hombre pareciera tener una necesidad imperiosa por desentrañar aquella historia, una motivación oculta, algo inconfesable, tal vez, una culpa –”Hay ciertas cosas que solo entendemos cuando somos capaces de asumirlas”– lo cierto es que cuando le preguntan por los 32 niños que perdieron la vida en San Cristóbal su respuesta varía según la edad de su interlocutor. “Si tiene la mía respondo que comprender no es más que recomponer lo que solo hemos visto fragmentariamente, si es más joven le pregunto si cree o no en los malos presagios. Casi siempre me contestan que no, como si creer en ellos supusiera tenerle poco aprecio a la libertad”, dice desde un principio para que el fragmentarismo al que se refiere se materialice en los distintos testimonios y textos que irán armando la trama alrededor de aquellos niños como una especie de rompecabezas imposible durante años. Y es justamente sobre la base de estos cruces discursivos donde surge lo más fascinante de República luminosa, el estilo depurado  de Andrés Barba se ajusta a un ligero tono de crónica mientras las reflexiones van hilando los distintos discursos enfrentados que se hicieron eco en la sociedad de San Cristóbal durante aquellos años. Desde documentales o archivos fotográficos como los de la célebre exposición “La infancia inútil” del fotógrafo Gerardo Cenzana (uno de los productos culturales que contribuyó a articular la versión oficial de los hechos), pasando por columnas periodísticas firmadas por un agudo Víctor Cobán de El imparcial,  declaraciones de políticos que parecieran no entender la verdadera problemática, artículos académicos y ensayos donde se plantea que los niños inventaron una nueva lengua. “La tesis de Cadenas es particularmente sólida en ese punto: el origen de la lengua fue el mismo juego, para los 32 la necesidad de la lengua no provenía tanto de la necesidad de comunicación como de la necesidad de jugar”. Hasta llegar a un particular diario íntimo de una jovencita llamada Teresa Otaño que se enamora de uno de los niños y por medio de sus rigurosas observaciones termina descifrando el código de habla. Publicado once años después del accidente que acabó con la vida de los 32, el libro se convirtió en un best seller local. En paralelo a la reconstrucción testimonial que pone en evidencia las miserias, ideologías, temores y prejuicios de los adultos con respecto al comportamiento amenazante de estos misteriosos niños, surgen las reflexiones del narrador –otro de los grandes momentos del libro– sobre el lugar de la infancia en una sociedad como la nuestra, el concepto de violencia, el rol de los padres en tanto educación y cuidado, las influencias de los transmisores culturales que se reproducen y naturalizan muchas veces sin cuestionamiento alguno. “Un ejemplo: recuerdo que en aquella época –y supongo que porque el libro había aparecido en casa– empecé a leerle a la niña El Principito por las noches. Lo había leído en mi infancia con cierto interés, pero al leérselo a mi hija me empezó a producir un rechazo que me costaba trabajo explicarme. Al principio pensé que me irritaba su cursilería, toda aquella instancia solitaria del niño y su mundo, el planeta, la bufandita cimbreada por el viento, el zorro, la rosa, hasta que de pronto entendí que se trataba de un libro perfectamente maligno, un lobo con tres capas de piel de cordero”. Pero el giro rotundo, la maestría narrativa de Andrés Barba que logra mantener al lector tenso hasta la última página, comienza cuando el narrador captura en la selva a Jerónimo Valdés, uno de los 32 niños. Hay cierta clase de verdades que no envejecen nunca. La motivación oculta se impone con la brutalidad de una mala conciencia. 

República luminosa más que original es una deslumbrante novela sobre todo lo que resta aprender sobre la infancia.

República luminosa Andrés Barba Anagrama 187 páginas