En 1997, John Berger recibió a Arundhati Roy en su casa de las afueras de París. La primera novela de la escritora india, El dios de las pequeñas cosas, había ganado el Booker Prize ese año y se convirtió en el debut literario más explosivo del momento, traducida a treinta idiomas. Roy leyó algunos párrafos de un nuevo texto que estaba escribiendo. Berger dijo: “Ésa es tu segunda novela. Escribila”. Ella volvió a Nueva Delhi. Pensaba hacerle caso a su maestro.    Al fin y al cabo, había labrado su destino    de escritora cuando eligió como epígrafe de El dios... la frase de Berger “Nunca más volverá a contarse una historia como si fuera    la única”. 

Pero su vida tomaría un camino distinto. Porque Roy dejó de escribir ficción durante veinte años. Ella misma explicó las razones en varias entrevistas. La historia es así: por debajo de su puerta alguien deslizó una carta, dándole coordenadas para encontrarse con un grupo de “naxalitas”. Se trataba de un grupo de trabajadores rurales maoístas, que en los bosques de India central armaron una guerrilla para defender sus tierras de la depredación empresarial. A pesar de su pobreza, fueron perseguidos y asesinados. Roy publicó un largo reportaje, “Caminando con los camaradas”, donde cuestionaba el discurso oficial que los consideraba la “Amenaza Más Grave de la Seguridad Interna de la India”. Además escribió otros trece libros periodísticos. Allí denunció diversas injusticias en tierras indias, como la matanza en el estado de Guyarat en 2002, donde fueron asesinados dos mil musulmanes. También ha sido opositora férrea de las invasiones de Afganistán e Irak. Todos estos conflictos, claro, se recrudecieron tras la caída de las Torres Gemelas. La realidad era acuciante y exigía ser contada.

A los 56 años, Roy descree de la palabra “activista” porque dice que es demasiado moderna. Pero acepta que a eso se ha dedicado durante su alejamiento de la ficción. Ahora volvió al ruedo: El ministerio de la felicidad suprema es su segunda, esperada novela, tras dos décadas de un silencio que en realidad no fue tal. En esas quinientas páginas da cuenta de cómo se amplió su universo al transitar conflictos vinculados a la enorme grieta que provocó la división de India alentada por el Imperio británico a fines de los cuarenta, cuando una parte pasó a ser territorio de Pakistán. De allí se desprende la denominada “línea de control” que separa Cachemira, rasgada al medio por conflictos entre hindúes y musulmanes, otra causa que Roy no olvida en su novela mientras participa activamente pidiendo la independencia de esa región. Todas estas luchas interreligiosas están siempre latentes pero el 11-S las intensificó.

Esos datos son imprescindibles para comprender el universo de este libro, poblado de personajes secundarios que dicen lo suyo y se esfuman, geografías laberínticas y lenguas diversas (como el hindi, el urdu o el pastún, que se pierden en la traducción). “Mis personajes se pasean por una especie de ciudad ficticia. Y las ciudades son caóticas”, se justificó Roy en una entrevista de The Guardian. A esto se le suma una escritura barroca pero también exquisitamente poética. 

En El ministerio de la felicidad suprema, como ocurrió en la vida de la autora, una carta es la piedra de toque alrededor de la cual ella edifica un andamiaje que puede resultar perturbador y complejo. Esto es restañado a través de un enorme sentido del humor que, sin prejuicios, dialoga abiertamente con la muerte.

La historia pone en el centro a Anyum, mujer musulmana intersex que pertenece a la comunidad de los hijras: personas consideradas de un “tercer sexo”. Esta categoría existe hace siglos pero ya no goza de prestigio social. La construcción de identidad sigue siendo central en la escritura de Roy. En El dios de las pequeñas cosas la indagación giraba en torno a la vida de dos gemelos. Si en aquella primera novela un niño y una niña se sentían parte de un mismo cuerpo, aquí la protagonista está aprisionada en un cuerpo masculino que no es suyo. Y a su modo, escapa.

Anyum es raptada en Guyarat. Vuelve rapada, muda, deja de vestirse con saris suntuosos y se va a vivir a un cementerio, en las afueras de Delhi. Sobre esos escombros erige su casa, que se convierte en la Pensión Jannat; o sea, “paraíso”. Ahí se mudan sus amistades, encantadoras y marginales, como un chico que dice llamarse “Saddam Hussein” (porque considera que con ese nombre él también puede vengar la muerte de su padre, perteneciente a una de las castas indias más bajas, en manos de la policía); el anciano imán Ziauddin, algunas hijras o D.D Gupta que hace fortuna construyendo muros antibélicos cuando Estado Unidos ocupa Irak hasta que huye de esa carnicería, según explica. 

A esta comunidad panreligiosa llega Tilottama junto a una beba adoptada, Miss Yebin, hija de una mujer naxalita. Tilottama es un alter ego de Roy: ambas son arquitectas y buscan ordenar el caos de una ciudad donde las castas son “como rejillas que se mantienen inalterables desde el inicio de los tiempos”, aunque a veces se confundan con la movilidad de las clases sociales en el capitalismo. 

Antes de morir, la madre biológica de Miss Yebin explicó en una carta que había sido violada por varios soldados: alguno de ellos es el padre de esa niña. Tilottama, a su vez, espera el regreso del hombre que ama y escucha Leonard Cohen pensando en él, que cae peleando por la independencia en Cachemira. En el cementerio, sin embargo, encuentra algo de sosiego. “Los maltrechos ángeles que montaban guardia sobre las tumbas mantenían abiertas las puertas de los dos mundos (ilegalmente, tan sólo una grieta) para que las almas de los muertos y de los vivos pudieran mezclarse en una misma fiesta”, escribe Roy. 

La empatía con sus personajes le permite zafar por un milímetro de ser empalagosa. A la vez, a contrapelo de las modas donde los escritores toman distancia de sus textos, ella ama a sus personajes y les crea historias de amor que los fortalecen. Para una escritora alguna vez enviada a la cárcel porque sus denuncias constituyeron un “desacato a la autoridad”, lo que diga el gusto literario la tiene sin cuidado. “Mi escritura de no ficción es urgente porque se trata de una intervención política. La ficción, en cambio, es algo pensado y construido, un universo al que invito al lector a caminar”, le contó a la poeta Chantal Maillard en una conversación pública en el Museo Reina Sofía. 

Roy dedica El ministerio de la felicidad suprema “a los Desconsolados”. No hay gesto demagógico pues ella pone el cuerpo en lo que escribe y en su militancia. A eso, a meter los pies en el barro, se ha dedicado todo este tiempo, entre una novela y otra. Además, si en el libro anterior señalaba el valor de lo contingente, aquí busca lo bello en lugares tristes. En esa paradoja radica cierta posibilidad de felicidad. De este modo construye una novela por capas, como una piel. La misma de la que está hecha India, subcontinente con mucho de mito y peregrinación new age, capaz de cubrirse con un delicado sari color ocaso pero también, de señalar sus heridas abiertas.

El ministerio de la felicidad suprema Arundhati Roy Anagrama 512 páginas