Hay un principio en el ajedrez que dice que la amenaza es más fuerte que la ejecución. Significa que la defensa de un jugador contra la amenaza que plantea el contrario suele traer consecuencias peores para quien la sufre que la decisión de dejar que la amenaza se concrete. Las palabras de Marcos Peña después de la movilización obrera y popular fueron eso: una amenaza. Le dijo a Moyano que las marchas no le iban a solucionar las cuestiones judiciales. El mensaje, claro está, no solamente le atañe a Moyano;  significa que quienes insistan en la protesta pueden tener problemas con el poder judicial. Y el camionero ya le había contestado en su discurso en la propia marcha: no les tengo miedo, les dijo. 

Es un secreto a voces el enorme poder de las “carpetas” en la política argentina. Si a esa tradición le agregamos que en los últimos dos años largos, han sido encarcelados una importante cantidad de opositores, la sensación de amenaza que hoy vive el país es irrefutable. Hoy son los sindicalistas, mañana los políticos, pasado mañana algún juez o algún periodista infiel. Algunas amenazas consiguen el objetivo, otras no. Estas últimas suelen generar nuevas amenazas. Tenemos casos en que la denuncia judicial-mediática-gubernamental afecta a algunos jefes de gabinete de los gobiernos anteriores y no a otros. Es decir que la amenaza ha pasado a ser uno de los engranajes principales de la política del gobierno de Macri. Difícilmente pueda decirse sobre esto, algo más claro que el presidente cuando dijo que algunos cientos de personas (no recuerdo cuántos) deberían desaparecer para que el país funcione. Y Macri dijo eso, si hubiera sido un invento del periodista habría habido alguna desmentida, según indican las reglas más elementales del decoro político. 

La derecha ve como un problema central que existan dirigentes políticos o sociales que no compartan los rumbos de su gobierno. Claro, de alguna manera eso es inevitable: la acción de los antagonistas es siempre un problema. La diferencia democrática está en los recursos que se ponen en acción para contrarrestar el inconveniente que plantea el adversario. Si aceptamos las reglas formales de la democracia liberal, el modo de resolverlo no puede ser el recurso a la amenaza del uso de la fuerza del estado. Pero eso es lo que hace el actual gobierno. La amenaza puede pasar por estar preso varios días por ir a una manifestación crítica del gobierno, por las balas de goma o no de goma contra aquellos que ponen en duda los negocios del gran capital con las tierras del sur del país, por las denuncias que rápidamente devienen en prisiones preventivas contra dirigentes opositores, por la clausura de un sindicato no alineado con el poder. ¿En qué momento la lógica del apriete se convierte en un cambio de régimen, del liberal-democrático a algún otro?

La política de oposición al gobierno tiene el dilema ajedrecístico que se menciona al principio. Si se somete a la amenaza se debilita políticamente. Si no se somete corre el riesgo de la represalia pero la dinámica que desata su conducta puede ser una defensa mejor que el retroceso pasivo. El propio Moyano puede testificar cómo fue que, en las notas periodísticas dominantes,  en poco tiempo dejó de ser el hombre responsable y simpático que se había distanciado del kirchnerismo para ser un corrupto que usa su poder sindical para defenderse. Sobre la conducta del Moyano de hoy penden duras amenazas. Pero su figura al frente de la lucha gremial tiene una potencia infinitamente superior a la del Moyano complaciente. Hoy que está en juego la unidad del peronismo y los aliados opuestos al Gobierno, el dilema está en el centro de la escena. Los intentos del macrismo para ayudar a que se constituya un “peronismo moderado”, rápidamente distanciado de la experiencia que empezó en 2003 son una evidencia incontrastable. Ni los propios protagonistas del juego hacen gran cosa por disimularlo. Sin embargo, si el clima político actual sigue yendo en la tendencia de estos tres últimos meses, el costo de la concesión política puede aumentar considerablemente. Porque a cada paso aparece más claro que la política del gobierno no es la de una amable negociación sino la de la imposición plena y sin rodeos de sus propósitos. Su horizonte no es la negociación con la “Argentina peronista”, la de los sindicatos, la industria, el estado activo, los salarios más altos de la región. Esa Argentina debe ser destruida en sus cimientos para crear una nueva cultura del trabajo (sin paritarias) y para que aprendamos a vivir en la incertidumbre (del desempleo). Ese es el cambio. Y no consiste en otra cosa que no sea que los argentinos nos acostumbremos a vivir como tienen que vivir las personas de una periferia perdida en el sur. El modo de presentación publicitaria es muy agudo: trata de convencer al consumidor votante de que tiene todas las condiciones para ser uno de los que se salven. 

La marcha del miércoles último es una intervención de enorme trascendencia. Tuvo dos mensajes excluyentes: los trabajadores estamos mal y no les tenemos miedo a las amenazas. Mucho habló la prensa en estos días de que Moyano se había quedado solo; el volumen del acto, su masividad, su pluralidad, su clima enérgico y pacífico, hacen pensar que el riesgo de la soledad empiezan a correrlo otros. La gran cuestión para ganarle al macrismo es la articulación orgánica que pueda alcanzar. Y la potencia de los eventuales articuladores va a consistir en estas dos cualidades enunciadas en el acto: la rebeldía y la ausencia de miedo. Pero además las organizaciones sindicales tienen la oportunidad de hacer su propio aporte al proceso de unidad. No solamente por su peso específico en el interior del peronismo sino por la interlocución con el mundo de las organizaciones sociales. La multisectorial contra el ajuste y los atropellos puede ser un adelanto de la gran unidad programática que se ha lanzado como propósito. 

Los días que vienen son muy delicados en términos sociales. El final del receso veraniego, el nuevo y devastador tarifazo, el conflicto docente minuciosamente impulsado por el gobierno, la movilización por los derechos de las mujeres del próximo 8 de marzo y la extendida conflictividad sindical y social constituyen un ambiente muy especial en el contexto de las amenazas gubernamentales contra la disidencia y la protesta social. Los estribillos contra Macri que se gritan masivamente en canchas de distintos deportes y con distintas motivaciones –desde un subte que se detiene o la luz de un estadio que se corta hasta un arbitraje desacertado– están hablando de que se rompió cierta barrera y algo nuevo se puso de moda. No se trata de que los gritos, las marchas, los conflictos “coincidan” con las encuestas de opinión; la intensidad y la extensión de la protesta suelen alimentarse mutuamente. Un sentimiento intenso puede crear climas colectivos más amplios que a su vez incrementan la intensidad. 

Mirado desde un punto de vista democrático es muy importante que se vaya quebrando el miedo junto con las expectativas sociales sistemáticamente manipuladas por la publicidad pública y privada. Lo peor que podría ocurrir es que la indignación popular no esté políticamente representada. En otros países situaciones como ésta han generado movimientos sociales inorgánicos, algunos de los cuales fueron canalizados políticamente por fuerzas que crecieron rápidamente a partir de esa situación. En nuestro país existe la posibilidad de una representación política de la indignación: el peronismo, las fuerzas frentistas, las izquierdas están en condiciones de asumirla. La amenaza puede ser derrotada por la masividad y la articulación política. 

El menú de la amenaza política tuvo en los últimos días una variante a la que conviene prestar atención. Podría llamarse la “extorsión democrática” y consiste en poner a quien alerta sobre los enormes peligros que entraña el plan económico social para el futuro de la democracia, en la condición de sujeto de un plan de desestabilización. Siempre hay un juez servicial –y esta vez también lo hubo– que está dispuesto a darles una pátina de legalidad a los aprietes del Gobierno. La policía intentó entrar sin la correspondiente autorización judicial a una radio de la ciudad de Buenos Aires; es decir se intentó un allanamiento ilegal. ¿Para qué? Para obtener un “audio” de Raúl Zaffaroni, que permitiría saber si el juez cometió “apología del crimen”. Todo el mundo puede acceder a ese audio sin tener que prepotear en la puerta de entrada de una radio. Y así sabría que no hubo apología de ningún crimen, a no ser que las elecciones y el juicio político constitucional sean considerados como tales. 

A veces se hace una discriminación entre los amenazados. Se dice que si se los puede “carpetear” es porque no tiene todos los papeles en orden. Parece de sentido común. Sobre todo si está acompañada por juramentos de honorabilidad y de repudio a la corrupción venga de donde viniere. Pero es un profundo error si viene de una persona democrática. Porque abstrae de un modo absurdo la realidad que está viviendo nuestro régimen político y nuestro sistema judicial. Carlos Zaninni ha pedido que alguien le explique por qué está preso. No estoy en condiciones de explicarlo. No se puede saber por qué la firma de un documento público que fue aprobado por las dos cámaras del Congreso de un país soberano resulta causa de prisión. Hablar de causa ya es un despropósito, porque Zaninni no fue condenado en ninguna.  Hay que agregar que la misma ausencia de razón existe en todos los casos, en lo que ya es un número y una calidad muy preocupante de presos políticos en la Argentina, a partir del golpe judicial contra Milagro Sala que ya tiene más de dos años injustamente presa. Los procedimientos empleados para los encarcelamientos son ilegítimos e ilegales y le contaminan esa ilegitimidad e ilegalidad a todo lo que se pueda decir en contra de los que han sido represaliados. 

En circunstancias como éstas, la lucha contra el plan económico oficial y la defensa del estado de derecho contra la agresión corporativa que lo amenaza y envilece son una sola cuestión.