El cruce entre locas y milicos tiene toda una tradición dentro de la literatura prostática del masculinismo. Deseos frustrados, sables lamidos, cuarteles ardientes, castigos y bajas vergonzantes, en algunos casos. Pero también tortura, locura y muerte, en otros. De orgías en uniformes nazis a degüellos clandestinos. Ahora, mientras miro el repugnante rostro del general Luciano Benjamín Menéndez, muerto hace unas horas, lo recuerdo inmortalizado en el gesto de arremeter con un puñal contra un manifestante que le gritó asesino y cobarde en alguna calle de Córdoba. Asesinar disidentes sería un honor para el General, porque lo traduciría a amor por la patria. Pero la cobardía no hay modo de que pueda ingresar en la semántica de los oropeles. 

La estupidez, además de la crueldad, era parte fundamental en la política de estado de la provincia de Córdoba mientras Menéndez era el Amo. Si la foto de malevo describía sus habilidades aniquiladoras, algunas otras decisiones delirantes se han mantenido ocultas en el tiempo. Por eso,  siento que debo traer del pasado la voz marica de Martín Bartolomé, detenido, secuestrado y torturado en un campo de concentración de la provincia por “un exceso de esos zánganos militares”, según dijo en Madrid Manuel Mujica Lainez entrevistado por el periodista argentino Ricardo Lorenzo en la presentación de su libro El Gran Teatro, en el Hotel Cervantes.

¿Cómo es que Manucho de pronto bajaba la vista sorprendido por el nombre de uno de sus antiguas amistades particulares de Buenos Aires, interrumpiendo las loas a la dictadura argentina, y a la economía de Martínez de Hoz? ¿Quién era Martín Bartolomé, cuyo fantasma invocado cubrió de espanto aquella tertulia madrileña a fines de los años setenta, encharcando de mierda y sangre el terciopelo de la conversación sobre política argentina? 

¿“Se acuerda, Manucho, de Martín Bartolomé?” Y la vieja loca wildeana debe de haber vuelto a encontrarse en el teatro de la memoria con ese muchacho de pelo largo y ropa anormal frecuentador del Frente de Liberación Homosexual en alguna de sus células de alta cultura que, enviado por el Museo de Bellas Artes a Córdoba a elaborar un registro de pinturas prestadas, fue  leído en el disco rígido de los milicos que lo vieron trepado a las paredes como perteneciente al target subversivo (hippismo o degeneración europeizante en grado de evidencia) y encerrado al principio en el despacho del General, que mirándolo desde su baja altura se encaprichó como Nerón con las fantasmagorías de Roma. Así, lo tuvieron durante un mes bajo tortura, sin que el Director del Museo pudiese convencer a la bestia de su error. Una campaña paqueta se desató entonces en la capital de la república, hasta con la venia de Videla, con Manucho a la cabeza y Blas Matamoro en segundo plano, para que liberasen al dandy caído en desgracia, cuya defensa fue enloquecer y creer ver obras de artes en los muros de la mazmorra, mientras el General deliraba en su poltrona de Emperador sin atender las  plegarias. 

Finalmente, Bartolomé fue arrojado en pleno día a una calle cualquiera de Córdoba, cubierto literalmente de meo y mierda. Después de un mes de oscuridad y sin saber adónde encaminarse. Pero un panadero misericordioso le prestó un teléfono (siempre hay que confiar en la bondad de los desconocidos, decía Blanche DuBois) y así pudo llamar a Manucho, que lo buscó y refugió en su casa. Ahí mismo el protector acompañaba el cuerpo martirizado, como el de algún personaje de sus novelas decimonónicas, a la bañera. Lo más importante, supongo, sería para él devolverle la belleza. Cuando la carne enmagrecida del pibe quedó perfumada, el aristócrata escritor le impuso un cuaderno entre las manos para que pusiese en palabras el calvario. Convertir el drama en poesía. Sin denunciar al régimen, me imagino. Los militares eran brutos, desagradables y temibles para Manuel Mujica Láinez, pero necesarios para salvar a su clase de un destino vietnamita. 

Poco después Martín Bartolomé fue auxiliado para irse al exilio. Por uno de los defensores de la barbarie. Esta historia es verdadera, como la  muerte de Luciano Benjamín Menéndez esta semana.