Aquellos que han escrito sobre la vida y obra de Mauricio Macri dan cuenta de que el Presidente de la Nación tuvo su primera victoria fuerte ante su padre Franco cuando accedió por el voto de los socios a la titularidad de Boca. Su autoestima creció en la misma medida en que se extendía su popularidad ni más ni menos que por identificarse con los colores de un club cuyos hinchas pueblan cada rincón de la geografía argentina. Desde ese sillón mostró la hilacha. Modificó el estatuto de Boca, con una cláusula que indica que si al final de una gestión de comisión directiva, el club está con déficit, los dirigentes salientes deberán pagarlo recurriendo a su propio patrimonio. Fue una manera de abrirles las puertas a los amigos millonarios interesados en los negocios del fútbol. Otra muestra de su ideología se traslució con el armado de los fideicomisos para comprar jugadores, en 1998. Así llegaron Palermo, Guillermo y Gustavo Barros Schelotto, Walter Samuel, entre otros. Con amigos que ponían plata, usaban la vidriera del club para promocionar a la figura y después se quedaban con una porción de lo que produjera la venta del futbolista, en detrimento obvio de las ganancias del club. De todos modos, Macri se quedó con las ganas de hacer realidad su máxima aspiración: que haya sociedades anónimas en el fútbol argentino. Esa iniciativa fue parada en seco por Julio Grondona, entonces mandamás de la AFA, y dirigentes de varios clubes. 

Terminada su aventura boquense y asegurada la perdurabilidad de su ideología con las bases que impuso –Daniel Angelici es un custodio fiel de las mismas–, Macri fue descubierto por el conservadurismo vernáculo, que al hacer mediciones para encontrar candidato halló que quien alguna vez fuera nombrado como candidato a senador por Misiones –allá por el año 2000– le sacaba inmensas ventajas a otros postulantes en cuanto al conocimiento de su figura entre la gente. Lo entusiasmaron con una promisoria carrera política, que derivó en la creación del PRO. El electorado de la Ciudad de Buenos Aires lo llevó a la Jefatura de Gobierno por dos períodos consecutivos. Desde ese lugar, Macri preparó el sueño de llegar al sillón de Rivadavia. Otra vez su mayor mérito fue ser el dirigente más conocido por la gente entre los postulante de la increíble alianza Cambiemos, cuyos pilares fueron el PRO y la UCR. Y su paso por el fútbol era reconocido como fundamental para esa popularidad. El fenómeno amarillo se instaló en la Argentina en 2015. Y llegó la catarata de medidas antipopulares que sufrimos todos, incluidos los fanáticos del fútbol. El hincha acumuló bronca por la desaparición del Fútbol para Todos, por el encumbramiento en la AFA de dirigentes que le responden directamente al Presidente, por el precio prohibitivo de las entradas populares (¡320 pesos!); también por los despidos masivos en empresas y reparticiones del Estado, por los constantes tarifazos, por los cortes de luz... Y la gente explotó. Y se expresó a través del cantito que tanto molesta por estas horas al Presidente. Así como alguna vez el fútbol lo sacó de las sombras y lo catapultó a la popularidad, ahora elige enrostrarle el desacuerdo, evidenciando que la sociedad está creando los anticuerpos para sacudirse esta versión renovada del estamos mal pero vamos bien de los años del menemismo.