Una noche más en la  mansión de Gatsby

El director de la orquesta golpeó con su batuta el atril hasta lograr un poco de silencio en el jardín.

–Damas y caballeros, a pedido del señor Gatsby vamos a ejecutar ahora la pieza del señor Vladimir Epstin que tanto revuelo produjo en el Carnegie Hall en mayo pasado. Si leyeron los diarios sabrán a qué clase de revuelo me refiero –dijo y obtuvo una carcajada general del público–. La pieza se titula “Historia del Mundo según Vladimir Epstin”         –agregó con pomposidad.

Los integrantes de la orquesta se miraron con sonrisas condescendientes hasta que el director alzó su batuta, y no sé si fue el champagne, pero durante los quince minutos siguientes quedé galvanizado en mi silla.  

Sé tan poco de música que sólo soy capaz de relatar sus efectos, lo que demuestra qué clase de paladar tengo. No me animaría a decir que sonaba como música prehistórica puntuada por ecos marciales de himnos cristianos que la acercaban a nuestra era. Empezó con un clamor envolvente de bronces, luego vino un vendaval percusivo que coloreó todo lo que siguió, hasta que el tema central se abrió camino por entre el estruendo. En cuanto uno empezaba a familiarizarse con la melodía entraba una nueva disonancia que la reformulaba hasta que uno terminaba rindiéndose a su hipnótica imprevisibilidad. Lo único que puedo decir es que, cuando la orquesta se detuvo, la música siguió sonando en mi cabeza. Todavía hoy, cuando recuerdo aquel verano, ésa es la música de fondo. 

Bajo los efectos de ese aquelarre musical miré alrededor y vi a Gatsby en lo alto de la balaustrada contemplando a sus invitados. Me pregunté si lo que lo diferenciaba de todos nosotros era que no tenía una copa en la mano, pues a medida que aumentaba la fraternidad general él parecía cada vez más solitario. Hermosas muchachas apoyaban sus cabezas en el hombro de sus compañeros de baile, las más atrevidas se dejaban caer en brazos de desconocidos descontando que no las dejarían caer al piso, pero nadie se acercaba a Gatsby, ninguna melenita reposaba contra su hombro, nadie le tarareaba melodías en el oído.

–¿Quién es él, exactamente? –pregunté a Jordan–. ¿De dónde viene? ¿A qué se dedica?

El monólogo de Gatsby

–Voy a contártelo todo –me dijo Gatsby con súbita decisión–. La historia completa, como nunca se la he contado a nadie, ni siquiera a Daisy. No creas que he mentido tanto; sólo cambié unas cuantas cosas de lugar, para generar un poco de misterio.

Por ejemplo, era cierto que había heredado dinero, pero no de sus padres, que eran humildes y de origen ignoto, a tal punto que él nunca pudo verlos del todo como sus verdaderos padres. Que no fuera hijo natural, que ellos estuvieran casados, no alcanzaba, ¿acaso no es prerrogativa del hombre que se hizo a sí mismo inventar sus propios antecedentes? Jay Gatsby, de West Egg, Long Island, surgió en realidad de su platónica concepción de sí mismo. Era un Hijo de Dios, una expresión que, si significa algo, significa simplemente eso. Y a eso se dedicó: a hacerse cargo de los asuntos de su Padre, que consistían en servir a una vasta, rimbombante y un poco vulgar idea de belleza. A eso fue fiel hasta el final.

La parte de su vida que me contó empezaba cuando tenía quince años y las canciones por entonces populares comenzaron a definir su idea romántica y melancólica de la vida. A esas melodías y estrofas manufacturadas cínicamente por la industria de Tin Pan Alley les superpuso sus propias fantasías, igual de transitorias, y les adjudicó profundo significado. Por un tiempo esas fantasías dieron cobijo a su imaginación, su encanto moderno respondía como anillo al dedo al afectado universo en el que creía. Eran toda una insinuación de la irrealidad de su realidad: los cimientos de su mundo descansaban sobre el ala de un hada.

A los dieciséis años, James Gatz (ése era su nombre por entonces, al menos en sus documentos) trataba de abrirse camino en la costa sur del Lago Superior, como pescador, recolector de almejas o lo que le diese casa y comida. Su cuerpo se iba templando con naturalidad en esas jornadas mitad agotadoras, mitad ociosas. Tuvo temprana intimidad con mujeres; en cuanto empezaban a malcriarlo las desechaba, a las jóvenes vírgenes por ignorantes y a las otras porque se ponían histéricas por actitudes que, en su apabullante introversión, él consideraba perfectamente normales.

Su corazón era una turbulencia constante. La más grotesca megalomanía abrumaba sus noches. Su cerebro devanaba planes delirantes sobre el destino de las grandes naciones y las más fantásticas ciudades. Cada noche agregaba una nueva capa de relieve a sus fantasías, hasta que el agotamiento desdibujaba esas febriles escenas con su manto protector.

Esa aspiración a la gloria lo llevó, a los diecisiete años, hasta la Escuela Luterana    de St. Olaf, en Minnesota del Norte. Permaneció allí dos semanas, consternado ante la indiferencia de los demás a los tambores que anunciaban su destino, y despreciando con igual intensidad el trabajo de portero con el que pagaba su matrícula. Volvió al Lago Superior con la idea de conseguir un trabajo cualquiera, y ahorrar dinero para irse al Este. Seguía buscando ese trabajo el día en que el yate de Dan Cody ancló delante de sus narices.

Cody tenía cincuenta años, era un veterano de las minas de plata de Nevada, del Yukón, de cualquier fiebre de cualquier metal que se hubiera desatado desde 1875. Sus negocios con el cobre acababan de hacerlo millonario y lo mantenían físicamente robusto pero al borde de la blandura mental. Sospechándolo, un número indefinido de mujeres pugnaba por separarlo de su dinero. Eran moneda corriente en la prensa de 1904 las ramificaciones de no muy buen gusto según las cuales una tal Ella Kaye se aprovechó de la debilidad de Cody y después lo puso en ese yate y lo envió al mar. Él llevaba cinco años así, echando el ancla en los distintos y siempre hospitalarios puertos de la costa, cuando se topó con el destino de James Gatz en las orillas de Little Girl Bay.

–Yo venía vagando por la playa una mañana y vi un barco que se acercaba, buscando donde echar ancla, y me pareció la cosa más linda que había visto en mi vida, hubiera dado la camisa por estar a bordo de ese barco. Y vi que iban a fondear en el peor lugar de la bahía, la corriente iba a bajar en media hora, un mal lugar. Pedí prestado un bote y remé hasta el barco y le avisé a Cody que antes del mediodía estaría encallado. Me costó convencerlo, pero cuando lo hice, me dio diez dólares de plata y me invitó a almorzar a su barco. Me preguntó mi nombre y le dije Jay Gatsby; me lo había cambiado la noche anterior. Le agradé, y él me agradó a mí, así que un par de días después me llevó a Dulluth y me compró una chaqueta marinera azul y seis pares de pantalones blancos y una gorra blanca, y cuando el Toulomeé partió al día siguiente hacia las Islas Occidentales, yo iba en él.

El trabajo era de amplio espectro: un poco secretario, un poco mandadero, un poco mano derecha, un poco confidente, y un poco carcelero también, porque Dan Cody sobrio sabía las exuberancias que era capaz de hacer Dan Cody bebido, y para evitarse esas contingencias iba depositando más y más confianza en Gatsby. El arreglo se mantuvo en esas condiciones durante cinco años. En esos cinco años el barco dio tres vueltas continentales, y hubiera podido seguir así para siempre, si no hubiera aparecido Ella Kaye un día a bordo, en Boston. Una semana después Dan Cody estaba muerto.

Recordé el retrato de él que tenía Gatsby en su dormitorio, un hombre canoso, de cara dura y vacía, el pionero disoluto que durante la fase uno de la vida norteamericana trajo de vuelta a la Costa Este la violencia salvaje de los bares y burdeles de la frontera. Le comenté en voz alta a Gatsby esta opinión. 

–Por eso nunca bebo de más –dijo él–. Alguien tenía que hacerse cargo de las cosas, así que cambié mi política con el alcohol. Y he tenido ocasión de ver sobrio cosas que los demás… Las mujeres me lavaban el pelo con champagne para emborracharme.

–Supongo que el dinero lo heredaste de él.

–Veinticinco mil dólares –dijo Gatsby–. Que nunca recibí. Era demasiado joven, ignoro cómo me estafaron, camarada. Lo cierto es que Ella Kaye se quedó con todo. Eso fue en la primavera de 1909. –Hizo un silencio.– Tuve una mala racha que duró un buen rato, después.

Frunció la cara, borró los cinco años siguientes con gesto vago y empezó a hablar de su temporada en el ejército.

–Yo me alegré cuando vino la guerra. Entre otras cosas, porque estaba en bancarrota. Fui de los primeros en presentarse en el campo de oficiales, me hicieron teniente primero. Cómo lo disfruté, camarada. Especialmente esa hora temprano a la mañana cuando formábamos filas y aún se veían las estrellas en el cielo. Lo disfruté como un chico. Me creía capaz de cualquier cosa, estaba convencido de que algo absolutamente especial iba a suceder en mi vida.

Al principio, como muchos jóvenes de su generación, creyó que se quedaría en el ejército para siempre. Se sentía serenamente feliz, el esfuerzo era tan austero, el objetivo tan nítido y realizable. Entonces lo enviaron a un campamento en las cercanías de Louisville, y una noche fue con un grupo de oficiales a una fiesta en un country-club. Una semana más tarde todos sus reflejos respondían a un único sonido: la envolvente, irresistible vocecita de Daisy Fay, la primera chica “bien” que conoció. En diferentes circunstancias de su vida había tenido contacto con gente así, pero siempre con un invisible alambre de púas de por medio. Ahora, en cambio, estaba en éxtasis: nunca había pisado una casa tan fabulosa. Desde la planta baja se podía sentir el misterio de los dormitorios de arriba, algunos más frescos que otros, y el eco de mil actividades alegres en los radiantes pasillos, de romances sin olor a humedad ni conservados en lavanda sino frescos, palpitantes como autos último modelo, como fiestas cuyas flores jamás se marchitan. Lo excitaba incluso que otros hombres amasen a Daisy, la hacía más valiosa a sus ojos. Podía sentir la presencia invisible de todos ellos en la casa, impregnando el aire con el eco aún vívido de sus emociones. 

Pero sabía que estaba en esa casa por un azar colosal. Sabía que era un don nadie, con un pasado inconfesable, sabía que la invisible capa del uniforme podía deslizarse en cualquier momento de sus hombros. Así que aprovechó su tiempo al máximo. Manoteó lo que pudo, voraz e inescrupulosamente; y una serena noche de octubre, obtuvo a Daisy. Lo hizo porque no tenía derecho a tocarle la mano. Había tenido toda la intención de manotear lo que pudiera e irse; pero terminó cautivo, comprometido en cuerpo y alma a la persecución de un grial. Desde ese mismo momento anheló casarse con ella, sencillamente.u