Desde Moscú

"Hay un bunker de la II Guerra Mundial que hoy lo convirtieron en un museo de la Guerra Fría. Dieciocho pisos bajo tierra. Vale la pena, no se lo pierdan." La recomendación es de Federico Winer, un joven periodista egresado de la escuela Deportea que anda por el mundo, haciéndole honor a su apellido. Vive en Frankfurt, da clases a distancia en una universidad de Londres y vino varias veces a Moscú en su caracter de master en tecnología deportiva. "Está en el barrio Taganskaya y hasta tienen un restaurante, vayan y después me cuentan", remata Winer.

Vamos. La entrada al llamado Bunker 42 cuesta 2200 rublos, que son más de 30 dólares, por lo que pretendemos chapear con la condición de periodistas acreditados al Mundial. "Niet", nos dicen enérgicos. Con el Negro Héctor Cardozo del blog CCCPmundial.com tratamos de negociar y proponemos 2 x 1. Rebotamos: Niet y niet. Nos rendimos y entramos.

Ya adentro hay que esperar que se junte el rebaño de turistas de distintas nacionalidades, entre los que hay por lo menos diez argentinos reconocidos por sus camisetas de la Selección, San Lorenzo, Chacarita y Huracán y varios chinos. Cuando el rebaño supera el numero de 50 aparece un guía que habla en inglés con el mismo tono de voz del oficial alemán al que traduce Roberto Benigni en la inolvidable escena de La vida es bella.

Explica (el guía, claro) que ahí trabajaban 600 personas, que los que lo construyeron creían que estaban haciendo una estación de subte porque la cosa debía ser ultrasecreta y anuncia que vamos a bajar por las escaleras 18 pisos. "Estamos como la Selección", dice uno de los argentinos en el medio de la recorrida, hasta alcanzar los 65 metros de profundidad. Hay cuatro túneles similares con paredes de hormigón y refuerzo de acero, más duras que defensor islandés. Nos aparece la imagen de las elecciones en la Argentina cuando se habla del bunker de los partidos políticos y causa ternurita.

El guía muestra puestos de guardia, dormitorios y un microcine. Nos custodian muñecos de cera y en una habitación nos encontramos con José Stalin sentado en una silla, dominado la escena, delante de una foto de Lenin y a un costado una larga mesa para que entre todos los integrantes del comité central puedan decidir el futuro de la humanidad mientras que al mismo tiempo hacían lo mismo en Estados Unidos.

En tiempos normales, nos enteramos después, la recorrida por el bunker es más larga y se pueden hacer algunos juegos de guerra interactivos y pasan un video de 20 minutos. Pero estamos en época de Mundial, hay más turistas esperando el turno para entrar y todo pasa velozmente. El guía hace sentar a dos visitantes a una antigua computadora tipo Commodore 64 e inicia la cuenta regresiva: cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero y los de la computadora aprietan un maldito botón y en la pantalla se ve un clip: estela luminosa en el cielo, gente corriendo, caras de desesperación, grandes ciudades de una ciudad cualquiera y la nube de humo como cierre.

Cerca de las computadoras hay una bomba atómica que, según cuenta el guía, es muy similar a la que tiraron los norteamericanos en Nagasaki. La recorrida nos lleva por otro de los túneles (una maqueta muestra la disposición general) y de pronto nos quedamos a oscuras. Completamente. El sustito (El Negro Cardozo bromea con que se volvió blanco) dura unos segundos porque enseguida empiezan a titilar las luces y suenan potentes alarmas. Imaginarse de verdad la inminencia de un ataque causa pavor. Vivirlo así, en modo Disneylandia, es otra cosa. El paseo termina en un lujoso restaurante con comida rusa, con comodísimos sillones rojos, un saxofonista sobre el escenario y veinte pantallas gigantes de televisión que muestran que la pelotita sigue rodando.