PLáSTICA › UN PINTOR DESCARGA SU IRONIA
CONTRA LAS INSTITUCIONES DEL ARTE

Ciudad de las artes y alrededores

Una mirada provocadora acerca de las instituciones y los fenómenos que surgieron durante los últimos treinta años alrededor de las artes visuales; las rodean y conforman.

Por Daniel Santoro *

Cabe preguntarse cuál fue el verdadero protagonista de los últimos 30 años del arte contemporáneo, sin duda no fueron los escasos logros estéticos, ni tampoco el surgimiento de figuras geniales: la notable aridez del panorama no aporta ni siquiera demasiados gestos ocurrentes o transgresores, como sí lo hicieron los 50 primeros años del siglo 20. En palabras del crítico norteamericano Dave Hickey, autor de El dragón invisible, entre otros libros: “Una mala noche de Tiziano es más que los últimos años del arte occidental”. Sin embargo, paradójicamente, la pujanza económica e inmobiliaria del medio artístico está a la vista: museos, fundaciones y centros culturales florecen en cada rincón del planeta donde se hable de cultura. Finalmente, podríamos deducir que el verdadero fenómeno artístico de estos años es la irrupción del epifenómeno.
Luego de casi un siglo de continuo devenir de estilos y escuelas en disputa, con su secuela de exilios, expulsiones y censuras, por fin se apaciguan los ánimos y se produce la esperada vuelta al hogar. No faltan motivos, una vez clausurada la batalla de estilos por falta de novedades, todos obtienen los salvoconductos para habitar la ciudad de las artes. Una multitud de madres espera ansiosa detrás de las murallas, el retorno de los combatientes, para poder iniciar su piadosa tarea milenaria: enterrar a sus muertos. Al tiempo, un Estado tal vez llevado por su mala conciencia les ofrece gigantescos museos con amplias y blancas salas velatorias. La lección fue aprendida, ahora sí todos seremos definitivamente modernos, ya no habrá más salón de independientes. El milagro de la inclusión se hizo realidad, el epifenómeno es el garante y eliminará toda disputa. Las madres quieren a sus hijos confortablemente unidos en el nuevo hogar-museo que le prepararon. El artista contemporáneo queda entronizado como un eterno adolescente malcriado.
Esta legión de madres sobreprotectoras, que irrumpió en el corazón del epifenómeno artístico incluyó la piedad, la generosidad y la compasión, en el programa estético de la institución: no toleran las disputas y cualquier ocurrencia de sus hijos por mediocre y caprichosa que sea es bienvenida y obtendrá un lugar en el museo.
El ambiente en general se volvió previsible y un poco amariconado, es cierto, pero la estabilidad trae sus beneficios; ellas tejieron un gigantesco edredón de instituciones, que cubre hasta sofocar a todo aquel que diga que se dedica al arte. En su afán protector avanzan incontenibles reclamando más y más fondos. La gran demanda de puestos de trabajo que ocasiona esta red institucional es a su vez retroalimentada solidariamente por la acción artística. A tal efecto son vistas como virtuosas las obras que ocupen mayor extensión en el uso del espacio; las que requieran más verbalización y volumen de catálogo, utilización de medios tecnológicos y variedad de requerimientos de servicios, así como posibles alteraciones en el entorno y en la morfología del museo, todo esto supone ocupación de mano de obra y seguramente mayores costos de montaje, con lo cual se justifica una ciudad de las artes todavía más extensa y poderosa. Opera como proveedora mayorista de esta ciudad una efectiva legión de curadores y gestores culturales. Ellos echan a andar los mecanismos que la convierten en una gigantesca máquina cuyo mayor logro es la construcción de Bienales, a su vez siempre más extensas y complejas. Los catálogos son pequeñas bibliotecas que condensan y analizan gran parte del saber universal. Sospecho que detrás de esta diversificada trama político-visual se esconden verdaderos expertos timadores de gobiernos incautos que, financiando estos engendros, creen haber puesto a buen recaudo sus obligaciones con “la cultura”. En estas Bienales el artista y sus obras han pasado a ser un insumo más, a la espera de ser señalados como necesarios por los príncipes curadores de la ciudad, incluso alguna tía que hace bricolage podría se homologada como Artista@ por algunos de estos demiurgos, dado al concepto ampliado de obra de arte. Me pregunto qué pasaría si esta tía fuera designada curadora en función de un posible concepto ampliado de curaduría.

Belleza e instituciones
A pesar de todo esto, no es que se haya decretado la muerte de la pintura: lo que sensatamente se determinó es su inconveniencia en función de los superiores intereses institucionales. El privado placer que brinda una buena pintura no es moralmente virtuoso para el conjunto institucional, puesto que la pintura puede prescindir de ésta, no requiere fondos para ser realizada y mostrada, tampoco precisa ser justificada: está totalmente fuera de su control.
Tal ingratitud con la madre nunca será perdonada. La experiencia directa con el placer de la belleza (no me refiero a la belleza como objeto, sino a que lo bello es un objeto capaz de brindar placer visual), no nos pondría a resguardo del panóptico homologador de la ciudad. Dos frases de Balthus nos pueden ayudar en este sentido: 1) “El intelectualismo y la conceptualización del mundo han secado a la pintura y la han hecho parecerse a la tecnología”. 2) “Sin la dimensión espiritual en el arte, sin la relación con el misterio, sólo cabría esperar aventuras estrafalarias y sometimiento a la tiranía de las modas”.
De todos modos creo que la cuestión es tan simple como práctica. Las instituciones de este género no precisan ni esperan sentido, sólo requieren de fondos para existir. Una obra de Sol Lewitt da de comer a muchos durante mucho tiempo; un cuadro de Policastro, no. Sol Lewitt puede generar gruesos catálogos de justificaciones y análisis, difícilmente se pueda cubrir una página hablando de una obra de Policastro. Y llego al punto de ver dos artefactos de carácter bien diverso: uno de uso interno a la institución y otro de uso externo a la misma.
El gran museo
La necesidad de grandes espacios para exposiciones es una novedad, al menos en cuanto a la relación obra-superficie. Si recordamos muestras históricas incluso no muy remotas, por ejemplo la de Malevich de 1915, o la de Vanguardias en Leningrado, en 1922, veremos un tipo de montaje que se podría calificar como “de combate”. En una pequeña sala se colgaron más de un centenar de obras diversas e importantes por su carga de radical originalidad. En estos casos el espacio alrededor de los cuadros no opera, sólo importa la pintura en sí. Las obras se amontonan sin medir las consecuencias, estamos a principios de siglo XX, en plena confrontación de estilos, cuando el montaje es parte de la provocación.
En combate los cuadros son percibidos como a través de una mirilla óptica. Sólo importa ese objeto que se aproxima a nosotros trayéndonos la amenaza contundente de otra novedad. Y si miramos hacia Oriente, allí las pinacotecas palpitan enrolladas en modestos armarios, a la espera de ser miradas por ávidos degustadores de imágenes. En cambio si montáramos esa misma muestra rusa en la actual institución de las artes, el lugar requerido sería gigantesco. Alguien activó el espacio entre la obras y éste se volvió casi tan importante como la obra misma. Podríamos discutir si hay una forma correcta y decorativa de montaje, que facilitaría la “lectura” de una muestra, o si de lo que se trata es de mirar pinturas, una tras otra, como nos gusta. Tal vez lo que se busca es apoyar la estrategia de supervivencia de un oficio protegido por la institución. De todas maneras la institución madre no quiere problemas, en el espacio intergaláctico del gran museo todos los cuadros se alejan entre sí a lavelocidad del minimalismo. Este corrimiento nos ofrece grandes paños de pared donde podremos estar a resguardo de la amenaza de esos agujeros negros que la belleza produce en algunas pinturas.

El mundo epigonal
Como es dable esperar, este sistema intercontinental de instituciones tiene aquí su réplica, si bien el ambiente no es pródigo en recursos financieros, lo es sí como para que, de un puñado de galerías, un Di Tella, un Romero Brest y algún Palanza, se evolucionara hasta conformar una sólida red de instituciones entre cuyos logros más notables está el haber convertido culturalmente a la Argentina en el primer país no latinoamericano de Latinoamérica. Una gruesa capa de retórica impermeabilizante garantiza que nada del tono local se filtre al interior de la institución. Nuestra historia del arte sigue el estilo internacional con autoindulgencia y devoción satelital. Una severa milicia de comisarios culturales a cargo de la portería garantiza la pureza racial y la corrección política de nuestra producción artística. Detrás de la institución hay oculto un viejo cementerio, ése es el lugar adonde van a morir todos los estilos de la pintura universal: desde un envejecido impresionismo enterrado por Navazio, o un Pettoruti, tardío enterrador del cubismo. En nuestros días, si uno en Londres muestra vacas cortadas al medio, otro aquí mostrará pequeñas fetas de carne y será aclamado. Este desplazamiento en el tiempo facilita la tarea de nuestra crítica que, autosatisfecha, escribe permanentemente los capítulos epigonales de la historia del arte.
PD: Mientras termino de escribir estas líneas, leo en el diario El País, de España: “Charles Saatchi defiende el triunfo de la pintura en el siglo XXI: decidió archivar su colección de la generación Brit art, fotos y videos incluidos, y colgar de ahora en más muestras de pintura”. Me pregunto: ¿habrá estallado la revolución tanto tiempo esperada? ¿Los pintores tomaremos el Palacio de Invierno?
Esto se pone cada vez mas interesante.
* Pintor. Su última muestra, “Leyenda del bosque justicialista” (en la galería Palatina), fue extensamente comentada en esta página el 28/12/04).

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Un cuadro de 1948 de Balthus, quien se oponía al intelectualismo en la pintura.
 
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