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Marilyn not dead

 Por Juan Sasturain

Hoy se cumplen cincuenta años del día en que se anunció la muerte de Marilyn Monroe. Qué fuerte fue eso. Lo tengo bien presente porque ese día –5 de agosto de 1962– yo cumplía diecisiete. Por entonces estaba en cuarto año nacional, vivía, era y creía ser feliz en Coronel Dorrego, jugaba al fútbol, tenía una novia intangible y el asunto me afectó raro y hondo, como si la rubia debilidad hubiera sido alguien cercano. Y es que, de algún modo, lo era. Tres años antes, la escena con el boludo de Tony Curtis en Some Like It Hot de Wilder (Una Eva y dos Adanes según la tonta traducción local) en la que, tendida sobre él, disfrazado de capitán de barco, lo besa largo hasta ahogarlo tirándole encima las tetas casi salidas del escote de su vestido negro, me había perturbado saludablemente y provocado una de las primeras erecciones conscientes de las que tengo memoria. Qué hermosa estaba, todo el tiempo.

No me privé de nada en el momento de la desgracia. Tras la sombría información que hablaba del exceso de barbitúricos (sic) y que todos recibimos asombrados, le / me escribí unos versos inevitablemente cursis que conservo. Un asco, en realidad, pero sentidos. El poema empezaba reconociendo que “pocas cosas hubo entre Marilyn y yo” y terminaba hablándole de Joe Di Maggio –que “la amaba entre ovaciones/con su bate y su dura pelotita”– y de otros temas conexos con mi melancolía adolescente. Incluso llegué a ver poco después, de menor y de colado, la conversada elegía de The Misfist, de John Huston, escrita por el presumido viajante y consorte sin suerte Miller, con Montgomery Clift, Clark Gable y otros candidatos a la guadaña inmediata. La tardía Marilyn nunca había estado tan hermosa y frágil como ahí, y en blanco y negro. Y ésa fue la última vez –se suponía y debe haber sido nomás– que se había maquillado para filmar. Era o había sido la despedida.

Claro que –todos lo sabemos– no lo fue. Poco después, con el módico escándalo de los Kennedy Brothers, cuando se supo que todo había sido un malentendido, que no eran tantas las píldoras y que ni siquiera era ella misma la que estaba en esa tibia cama trágica esa noche; que la maravillosa “Oración por Marilyn Monroe” del cura Cardenal –no hay muchos poemas mejores que ése en la lengua– había sido escrita, como los tontos versitos míos, ante una muerta viva que se nos había escamoteado como en un truco de Mandrake; cuando se supo, al fin, que Marilyn no había muerto sino que –como en el caso de la transmisión de La guerra de los mundos, por Welles, en el ’38– todo había sido o un error o un chiste de humor negro o un ardid publicitario acaso llevado demasiado lejos... Cuando se supo eso, digo, todo cambió.

Hoy cabe pensar, a cincuenta años de aquel sucio fraude, error o desaforado desatino, si valió la pena. Uno siente que no.

Por lo que conocemos, por lo que los investigadores más o menos confiables de su escurridiza vida desde entonces nos han hecho creer, la historia de Marilyn Monroe a partir de aquel incidente ocurrido a los 36 años, hace exactamente medio siglo, tiene tan pocos atractivos como certezas. Sabemos que cuando salió del sanatorio gorda y sin maquillaje, tras seis meses de coma, había dos centenares de periodistas y diez canales esperándola pero que los dejó sin respuestas: no tenía nada que decir, no sabía qué querían, no sabía en realidad quién era ella misma. Y hubo que aceptarlo: si era una nueva vuelta de tuerca a la gran patraña publicitaria pergeñada, quienes la concibieron la habían llevado demasiado lejos. De lo contrario, peor para ella: si en realidad no era nadie para sí misma, menos lo sería para los demás.

Así, tras cortar o no reconocer todo vínculo con su pasado remoto y/o más o menos cercano, la nueva y vieja Norma Jean –readoptó su nombre de pila original– abandonó domicilio californiano, amistades frívolas, costumbres livianas y consabidos y consuetudinarios afeites para perderse con rapidez y eficacia entre la anónima multitud. Se hizo humo. Con veinte o treinta kilos más, el apellido Morteson y el color de pelo original, pronto fue otra. Es decir: fue cualquiera.

A los dos meses de salir del hospital, una mujer con sus datos de filiación trabajaba de repositora en un supermarket de San Antonio, Texas. Permaneció allí dos años y se fue sin dejar rastros. Sólo conjeturas de que había recalado en el Medio Oeste: la rubia de risa fuerte de una gasolinera de Iowa se cansó de desmentir por entonces que, si bien se parecía a la protagonista de The Bus Stop, no lo era ni quería serlo. Y así hubo varios casos.

Hay quienes dicen que la mujer que a fines de la década del sesenta regenteaba el bar de un motel en las afueras de El Paso y que un día tiró la plancha de los bafles contra la pantalla del televisor durante la proyección de El príncipe y la corista en un canal retro era una resentida Marilyn; consecuentemente, hay quienes aseguran que para el casting de pasajeros de ¿Dónde está el piloto? se presentó una Norma Jean Baker (no Morteson) que era, aunque lo negaba, Marilyn o lo que quedaba de ella. No fue seleccionada, pero su nombre figura entre las postulantes y las pruebas de cámara lo atestiguarían. Incluso hay quienes aseguran –finalmente– que la anciana mujer desconocida que lloró largamente en el entierro de Di Maggio en marzo de 1999 era una dama platinada aún con lindísimas piernas. Quién otra podía ser sino ella...

Pero todas estas versiones, con ser tristes o mediocres, son más estimulantes que la esquemática y supuestamente ejemplar versión de su vida que ha terminado consolidándose y perdurado para el fantástico sentido común de los medios conservadores globalizados: esa Madre Norma que vimos ayer en la CNN, sufrida pero sonriente viejita de 86 años, arrugada como una pasa de uva bajo la cofia blanca con rayita celeste, rodeada de niños flacos y barrigudos en su misión humanitaria al este de la antigua Birmania que dicen que es –desde hace medio siglo, secretamente– la verdadera Marilyn Monroe, no nos interesa.

Hubiéramos preferido –nos quedamos, bah con– el mito de la rubia hermosa y desgraciada que se fue de largo una noche de hace medio siglo para volver sólo en nuestros demorados sueños.

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