CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Operación Pulpo, un guión

 Por Juan Sasturain

Lo que sigue es un guión, una historia aventurera a desarrollar al calor y color de cosas que uno ve, cree, imagina y a veces pasan. Es así, como viene, y en crudo, cosa del momento. De este momento, precisamente. Ahí va.

Desaparecen chicos en la Ciudad de Buenos Aires. Grupos enteros de escolares y algunos pibes sueltos, de entre ocho y doce años, siempre varones. No se trata de secuestros comunes sino de desapariciones temporales, por medio día. Los chicos desaparecen y vuelven a las horas, sin recordar dónde estuvieron, sin huellas aparentes de maltrato; sólo cierto atontamiento –les han dado una droga para que olviden lo que les sucedió– y vómitos. Nada más.

Ya han sucedido muchos casos y Bonardo, el bueno de la historia –el héroe necesario– está al tanto, sigue el caso, lo tiene catalogado, clasificado –son cientos de pibes en lo que va de ese año– y supone, con razón, que Malerba –el funcional agente del mal que siempre opera– está detrás de este asunto. Pero no tiene evidencias. El tema está instalado en los medios sólo como trascendidos, denuncias aisladas, rumores. No más que eso. Como los chicos no sufren daños externos aparentes, las especulaciones siguen tres líneas: contactos extraterrestres o con una secta (que están de moda en ese momento), prostitución infantil (que los usen para películas porno) y robo express de órganos o experimentos con el ADN para clonación, etcétera. Se suele combinar la primera alternativa con la tercera, o no. También, todo puede ser una gran patraña para ocultar quién sabe qué.

Nada de esto será, en última instancia, verdadero. Pero toda la primera parte de la historia debería girar alrededor de estas hipótesis, alimentadas por los perversos y aceptadas aparentemente por el bueno de Bonardo.

Lo que en realidad sucede es más pedestre, menos trágico pero muy trascendente a otro nivel: los chicos son secuestrado para ser sometidos a pruebas futboleras de aptitud, con la intención de, a los más destacados, los excepcionales, “exportarlos” luego clandestinamente a Italia (o Rusia o China), un mercado habitual para la producción futbolera argentina, que está en crisis.

La situación, en este aspecto, es muy particular. Después de muchos años de sangría de talento y juventud, con el desmejoramiento progresivo de la calidad del fútbol y de los futbolistas argentinos, las autoridades han sancionado una legislación protectora de la producción nacional –después que se ha vendido todo en el país– que impide la venta al exterior de jugadores de fútbol menores de veinte años. Hasta ese momento, el negocio de la exportación masiva lo manejaban el empresario y representante de jugadores Carlos Moscardo, propietario de la cadena de escuelitas de fútbol “El Salvador”, generadora de jóvenes futbolistas programados sobre ciertas pautas de competitividad que los han hecho durante años aptos para el consumo y gusto europeo, pero que ya carecen del “toque” propio de nuestra tradición y técnica futbolera. La pata europea de estos negocios ha sido durante años el Tano Grosso, un empresario, político e intermediario italiano, encargado de “colocar” en su país a los pibes provenientes de Argentina, buenos y baratos. Ahora, ese negocio se ha desdibujado por dos razones: por un lado, los jugadores hechos a medida en las escuelitas de “El Salvador” ya no hacen diferencia, puesto que son iguales a los de allá, les falta el toque criollo que los valorizaba; por otro, la ley proteccionista –manotazo tardío y defensivo del capital futbolero nacional– los obliga a repensar un negocio que se les complica.

Así, el mercado externo está en crisis. El habitual traficante, Moscardo, produce jugadores caros y poco confiables. Grosso, que ha sido su cliente durante años, está buscando otra cosa. En ese contexto, el Tano Grosso rompe con Moscardo y aparece Malerba como alternativa con un plan de producción de futbolistas jóvenes genuinamente argentinos “puestos en Italia” sin transgredir la ley y con costos mínimos. Esa movida, que se está realizando en Buenos Aires, es la Operación Pulpo que da nombre a la historia, cuyo nombre Bonardo conoce pero cuyo sentido no.

Mientras la investigación, desorientada, tira golpes en el vacío, Malerba lleva adelante su plan, que ya está en su etapa final, coincidente con la llegada al país del Tano Grosso, que viene a ver los resultados del negocio que tiene con el malvado arquetípico, Malerba, a través de dos fundaciones internacionales truchas: FLW (Felices los Wines) y AAP (Asociación Amigos del Potrero). Estas son las entidades que, tras fines ecologistas y filantrópicos, financian la Operación Pulpo.

Malerba ha visto el negocio y se propone como proveedor confiable a largo plazo. Para eso ha reclutado con engaños a Pocho Paterman, un viejo entrenador de juveniles nacionales y detector de talentos que ha caído en desgracia por una acusación de corrupción de menores –que el mismo Malerba fraguó, vía El Canchero, un colaborador suyo, como se descubrirá luego– y que se ha quedado resentido y sin trabajo. Paterman tiene la teoría –y Malerba compra, porque tiene un lado sentimental, en el fondo– de que para que vuelva a haber cracks en la Argentina hay que reconstruir el hábitat, las costumbres, el modo de vida que los posibilitó en su momento. Las escuelas de fútbol, a las que es tan afecto Moscardo, son una mentira. El objetivo de la Operación Pulpo es “colocar” cien pibes al año en Italia, nacionalizados y con una genuina autorización paterna para comercializar su ulterior destino futbolero.

El mecanismo armado por Malerba implica la captación secreta de los pibes, la prueba ante Paterman, la preselección y el posterior traslado. Para eso lo tiene al viejo entrenador recluido en un club de barrio, El Meteoro, ya que tiene proceso judicial y no puede trabajar con menores porque si lo agarran va en cana. Allí, a El Meteoro, le llevan los pibes en los secuestros relámpago. Copan los ómnibus escolares, los duermen y los llevan. En el lugar, reproducen las delirantes condiciones estructurales determinadas por Paterman: la pelota Pulpo, las zapatillas Flecha y el Toddy, ingerido finalmente –no lo sabe Paterman– con una droga que los hace olvidar todo lo ocurrido... Los que pasan este primer test, regido por ciertas reglas de hierro –jugar, tocar, gambetear, no “reventarla” jamás...– deben ir a una segunda instancia y después a la prueba del potrero, que es la definitiva. De ahí que Malerba se ocupe de comprar terrenos, una verdadera cadena de ocho eslabones, en toda la periferia de la Ciudad de Buenos Aires, en los que después no construye nada... Está “fabricando potreros” –una hermosa idea doliniana–- que ya no hay. Ahí van a “plantar” a los pibes para hacerlos madurar hasta el momento de la exportación definitiva.

Una vez elegidos los chicos y efectuado el paso por el potrero, por otra vía aparentemente fortuita, el insospechable servicio privatizado de las anuales fotos escolares –que permite a Malerba y Cía. tener todos los datos de los pibes sin pasar por la escuela–, los elegidos se “ganan un premio” que consiste en un viaje a Italia, acompañado por su padre... Todo controlado desde una agencia de viajes ad hoc que manejan los perversos. Así se cierra el círculo. La idea es que mientras por ahora se trata de una producción inducida, casi de invernadero, después será “natural”, en los potreros. Sólo habrá que cosechar...

Durante toda la primera secuencia del guión, lo futbolero aparece intercalado como tema en apariencia socialmente distractivo, alienado. Pasan cosas gravísimas y en los medios se habla mucho de extraterrestres y de fútbol... Sobre todo el debate respecto de la vigencia de “la nuestra”, la identidad nacional o la competitividad exterior de la manera de jugar al fútbol en este país. Debate genuino o falaz entre dos polos o concepciones opuestas, debidamente personalizadas: el viejo Pocho Paterman y el audaz Carlos Moscardo. La situación presenta el contraste o contrapunto patético –para los bienpensantes– entre el fantasma de los horrores de la inseguridad infantil –último avatar de la escalada de la perversa ideología de la seguridad, encarnada en la historia por El Canchero– y las frivolidades seudometafísicas del “opio de los pueblos”.

Al final, ambos temas estarán vinculados estrechamente. Pero en el previo y extenso desarrollo aventurero las desapariciones infantiles no tendrán nada que ver (en términos de causa y efecto) con el mundo futbolero. Después sí.

Un guión como éste –una miniserie, una historieta, quién sabe qué– es una de las tantas cosas que a uno que le gusta el fútbol, vive en la triste Argentina futbolera actual y mira la tele, se le suelen ocurrir un domingo con final de la Copa Confederaciones –sin nosotros, ni en competencia– y con un par de whiskies encima.

Buenas noches.

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