CONTRATAPA

Cuestiones éticas

 Por José Pablo Feinmann

Hay un imperativo. Un imperativo fuerte, necesario. No perdamos demasiado tiempo en fundamentarlo porque el terreno de la ética es teóricamente arduo y los imperativos fuertes han caído en descrédito. Es hora de restituirles su valor. Porque la falta de imperativos, de valores, de una ética fuerte, nos ha traído hasta donde estamos: al abismo de la ética. Por el contrario, la ética liviana, “indolora”, “sin culpa ni sanción”, el “posdeber” que arrasó la década del ‘90, engendró la más liviana, indolora de las éticas: la menemista. No estoy hundiéndome en un problema teórico. Hay un tema político-práctico, inmediato, que alienta estas líneas. Estamos (tal vez) por asistir a un triunfo de Menem sin Menem, a un triunfo de su ética, de su estética. A un poderoso rescoldo de sus tiempos ligeros. De ese “todo está permitido” que alimentó el imaginario ético de las pandillas que asolaron el país. Las menemistas.
Uno de los valores esenciales de la ética minimalista, indolora, posmoral, hedonista, entregada jubilosamente a la superficialización de la culpa y a desligar a los sujetos de toda incómoda relación con una ética que requiera la obligación y la sanción en vez de la felicidad narcisista del “todo está permitido” ha sido el valor del “éxito”. Ahí estaban, muy orondos, los campeones del éxito en los ‘90. Ser era ganar. Ser era ganarles a los otros. Ser era ser más que los demás. Ser era (en su punto más excelso) salir en la tapa de Gente entre los personajes del año. Todos esos “personajes” lo eran, del año, porque habían triunfado, tenido éxito. Una de las figuras impecables de esa ética y de esa estética era el joven empresario Mauricio Macri. Participó de ella con una intensidad agobiante, sobre todo para quienes tenían que verlo en sus batallas triunfales a través de los medios. Este hombre joven –se nos decía– es el perfecto empresario posmoderno, el empresario del posdeber. Pragmático, hábil, pintón, lo tiene todo. Hasta –se insistía mucho en esto– tiene la “mujer más bella de Buenos Aires”. Cierto o no, el personaje estaba en todas las vidrieras de la ostentación, del lujo. Obsérvese mi cautela: yo no estoy diciendo –como dicen muchos, acaso muy bien informados– que el candidato (porque el personaje es candidato a jefe de Gobierno de nuestra ciudad) tiene más de treinta empresas, entre él y su padre, el hiperpoderoso Francisco, y que, por medio de ellas, hace negocios que van mucho –pero mucho, eh– más allá de los 100 millones de pesos anuales con el gobierno de esta ciudad. No digo que, de ganar, tendría negocios consigo mismo, sería ofertante y contratante, juez y parte, dueño de la ciudad y de los negocios de la ciudad. Tampoco me detengo a hablar de sus relaciones con Carlos Grosso. Semejante tema me obligaría a preguntarme en qué medida el candidato contribuyó a constituir, a tornar real eso que el sagaz Grosso llamó su “prontuario”, que era, recordemos, una nadería, una minucia insustancial al lado de su inteligencia, motivo por el cual Rodríguez Saá, el breve, lo había convocado a tareas de gobierno. Que el “candidato” (Mauricio) haya accedido a manejar el negocio administrativo de la ciudad de Buenos Aires por medio de su fraternal relación con un intendente que proclamó poseer un “prontuario” es un hecho que, en estas líneas, no será analizado. Otros lo harán, otros lo han hecho, tal vez ni sea necesario hacerlo de ostentoso, cuasi grosero, insultante que es. No, hablemos de la ética de los ‘90. Esa ética se prolonga en el nuevo siglo porque tiene elementos poderosos para muchos porteños enamorados del éxito, la eficiencia y las figuras destellantes. Macri es la imagen del éxito. Despierta envidia. Muchos, demasiados quisieran ser como él. Son sus votantes. Los que van a meter su boletita en la urna. Son menemistas. Rinden culto al éxito. Al ser lo que son, menemistas, van a elegir a uno de los suyos, un menemista, ya que Macri lo ha sido y lo es; hasta tal punto lo ha sido, podríamos insinuar, que acaso jamás pueda dejar de serlo. Encarnó el éxito, la liviandad, lo festivo, el lujo, el desborde económico y mediático farandulesco de la década del ‘90. Por esto lo van a votar. Es decir, los que lo van a votar. Porque muchos –por eso mismo– ignorarán su boleta en el “cuarto oscuro” con un desdén que les restituirá algo de su maltrecho orgullo ciudadano. Pero, ¿por qué lo votarán quienes lo van a votar? Porque creen que llevará “su” éxito (su éxito personal de hombre de negocios y personaje público mediático) a la gestión de gobierno. Creen que será eficaz porque fue eficaz para hacerse (él) millonario, excesivamente. Creen que es un ganador y que un ganador siempre le hace falta a un país. Creen que es un eficientista y tornará eficiente a la ciudad. Creen que tiene pinta y ha conquistado el corazón de una de las más bellas mujeres del país y eso, qué joder, es lo que un buen macho porteño debe exhibirles a sus votantes. Saben que detrás de él está su padre y detrás de los dos, la Siemens. Y es cierto: el capital “nacional” (que no existe) vive entrelazado al capital desterritorializado de las multinacionales. Creen, en suma, que volverá a salir, como tantas otras veces salió, en la tapa de Gente, entre los exitosos del año, y cada pobre tipo que cree esto sabe que cuando lo vea en la revista, en esa tapa brillosa poblada de gente que brilla, sentirá que ahí hay algo suyo, algo que él eligió, ese ganador es mi ganador, ese exitoso es mi exitoso, el que yo voté, el que yo elegí. Hay tipos que se conforman con esas cosas, que viven por y para ellas, que se resignan con las migajas del brillo de los triunfadores; más aún si son “suyos”, si ellos los eligieron. “Está ahí por mí. Yo no estoy ahí ni jamás voy a estar, pero él me representa.”
Durante los ‘90, el menemismo traía a estas tierras a “pensadores” que pensaban lo que validaba su ética, su estética, su política, su economía. Podía venir Alain Touraine y alabar los logros económicos de la lógica de mercado del menemismo. Y también supo venir un mínimo pensador, quizá un buen analista (y propulsor) de los valores éticos de su tiempo. El hombre era Gilles Lipovetsky. Escribía libros que portaban los títulos de La era del vacío o El crepúsculo del deber. En éste, justamente, en un capítulo al que llamó “La felicidad light”, dibujó los valores morales del homo menemista que hoy (y ante la, para mí, sorpresiva, obstinada aceptación de un amplio sector social) expresa el candidato Macri. La felicidad light reemplaza al viejo imperativo kantiano por “el imperativo narcisista glorificado sin cesar por la cultura higiénica y deportiva, estética y dietética”. Y luego: la ética “que domina nuestra época no es la necesidad del castigo sino la superficialización de la culpabilidad”. (Seamos francos: ¿no es formidablemente menemista ese concepto? Imaginemos a María Julia Alsogaray diciendo: “No me jodan, yo no creo en el castigo sino en la superficialización de la culpa. Lean a Lipovetsky, che. Con una mano sostienen el libro y con la otra la dejan donde siempre, en la lata”.) ¿Sufrir por los demás? No es necesario. “La era de los media (escribe Gilles) sobreexpone la desdicha de los hombres, pero desdramatiza el sentido de la falta, la velocidad de la información crea la emoción y la diluye al mismo tiempo.” Gran favor que la ética informática videoclipista le hace al homo videns. Vemos, de pronto, a unos cartoneros o a unos cadáveres iraquíes o a un chico violado por un curita que era un pan de Dios, vea. Pero –también de pronto– ya no los vemos. Vemos un comercial de Crema Hind’s. O un partido de fútbol. O al gordito ese que hace de referí (creo) en un avance de “Son amores”. O a Celeste Cid. O a Pablo Echarri y sus músculos. O a los gitanos o a los fascistas de siempre y sus chistes idiotas. O cualquier cosa. Lo importante es lo otro: la desdicha se desdramatizó, se diluyó. Dura tan poco que no bien nos produce algo (compasión, piedad, indignación), nos lo diluye con la incontenible pavada que arrasa con todo: la pavada del infoentretenimiento. La cuestión es alivianarnos las culpas. Permitirnos la felicidad light. Ese mundo sin obligación ni sanción. Esa felicidad narcisista del primero yo, del todo (me) está permitido, del no te prives de ser feliz ni sufras por los demásporque, hijo mío, perderás fuerzas y no alcanzarás el valor supremo de la vida, el que Mauricio representa: el éxito. Confiemos en que no goce de él en estas próximas elecciones.

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