CONTRATAPA

El minué de la inseguridad

 Por Eduardo Aliverti

Pocas veces o ninguna, aunque el tema es uno de los más recurrentes de la agenda pública, se ha escuchado tanta nadería nominal y conceptual como en el caso de la inseguridad urbana. La última explosión al respecto fue detonada por Gustavo Beliz, tan contundente para referirse al maridaje delito-mafia policial-aparatos partidarios como silencioso a la hora de dar nombres. Estuvo mal en eso, por cierto, pero lo impresionante, por tragicómico, fue la reacción de quienes se sintieron aludidos. Varios voceros de renombre del entorno duhaldista salieron a cruzar a Beliz con inquina feroz y, tras la obvia pregunta de cómo pudieron caer en la estupidez de pisar semejante palito, cabe la reflexión de por qué, a su vez, el Gobierno no reaccionó frente al relevo de pruebas por la tácita confesión de partes. En realidad sí lo hizo, a través del ministro del Interior, pero para defender a los autoinvolucrados. Una pista firme para interpretar ese proceder está, quizá, en la afirmación de un intendente del conurbano que, por supuesto, exigió reserva de su nombre. Dijo que cuando Kirchner necesitó los votos del aparato peronista bonaerense ellos eran poco menos que las niñas bonitas: vivía cortejándolos; y que ahora, cuando el Presidente requiere de un discurso efectista contra la corrupción, resulta que son ellos los cabezas de turco y los representantes de la vieja política.
¿Se podría creer que esa cuestión no fue una de las que encabezó el encuentro entre Kirchner y Duhalde? ¿Cuánto empiezan a jugar, en torno de la inseguridad, las facturas que el conglomerado duhaldista quiere pasarle al Presidente por el apoyo otorgado en las elecciones de abril? ¿Y cuánto el jefe de Estado está preso de ese conflicto de poder, frente al imperativo de que se actúe con urgencia y operatividad contra esa asociación delictiva que es la Policía Bonaerense? Al momento de hallar razones de esta guerra declarativa oficial, azuzada por eso que llaman “ola de secuestros”, conviene reparar en que por hache o por be ninguno de los declarantes tiene las manos enteramente libres ni el trasero completamente limpio. Desde lugares diferentes, desde ya, porque no es lo mismo estar cercado por compromisos políticos que tributar y recaudar, con la política, hacia y desde la mafia de la policía. Pero es incuestionable que, al margen de las exageraciones y del sensacionalismo de los medios de comunicación, la inseguridad es un drama creciente por uno de dos motivos –o por ambos– que como sea concurren a angustiar a la población: porque de verdad crecieron el delito y la desprotección, y/o por la sensación de que es así y de que en cualquier momento le puede tocar a cualquiera. Enfrentar esa problemática no es moco de pavo. Empero, una cosa es segura: jamás se tendrá éxito si se parte de condicionamientos ligados a corrupción o ataduras políticas. Y en tanto los propios protagonistas oficiales son conscientes de ello, se meten en berenjenales discursivos en reemplazo de las acciones efectivas que les están vedadas por sus pactos preexistentes.
Con todo, ese problema de fondo no es el estructural. Una sociedad con más de la mitad de sus habitantes hundidos en la pobreza y la indigencia, una clase dirigente tan incapaz como venal y la insistencia de las propias víctimas en votar a muchos de sus verdugos explican (entre otros) el tema de la inseguridad más allá de la mera ilicitud policial o la desidia y complicidad de los funcionarios. La vagancia intelectual lleva al pedido a gritos de las soluciones fáciles. Fácilmente ridículas. Llenar las calles de policías, endurecer las penas, construir más cárceles. El conjunto de imbéciles que pregona esa actitud exclusivamente represiva está conformado, en buena parte, por los mismos que avalaron la desaparición del Estado como regulador de los desequilibrios sociales. No se justifica, pero se comprende: es mucho más sencillo exigir mano dura que dedicarse al análisis de cómo comenzar a corregir, al menos, la brutal desigualdad que el Orden de los liberales esparció en este país. Es tan absurdo establecer una relación matemática entre pobreza y delincuencia como razonar que una calidad de vida desquiciada no tiene nada que ver con los índices de inseguridad. La propia tentación de secuestrar adinerados, parientes de famosos o personas relativamente “acomodadas”, entiéndase bien, en comparación con la millonaria cifra de marginados, muestra a las claras no sólo el desmadre institucional .porque nadie puede pensar seriamente que esta clase de secuestros se podría llevar a cabo sin contar con cobertura policial y por ende política– sino, y sobre todo, adónde “deben” recurrir los delincuentes para extraer el producto de ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres.
Cabría volver sobre esa frase de Eugenio Zaffaroni a propósito de que, en una sociedad empobrecida a los niveles de ésta, robar ya no rinde tanto. Claro que eso implica empezar a hacer luego de pensar un poco. A muchos no les interesa. Y a otros no les conviene.

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