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Las fases de Arlt

 Por Juan Sasturain

Acabo de releer –por motivos obviamente coyunturales– La luna roja, el cuento que Roberto Arlt escribió en 1932 y publicó al año siguiente dentro de la colección El jorobadito y otros cuentos, y volví a sentir –acaso aun con mayor intensidad y agradable sorpresa– la misma sensación que tuve hace cincuenta años cuando lo leí por primera vez, y que recuperé las tres o cuatro veces más que me tocó acercarme.

Aquella primera lectura de descubrimiento fue en una edición ejemplar de Eudeba, Cuentistas y pintores, un volumen de gran tamaño, serie especial de la colección Siglo y medio, la misma del Martín Fierro ilustrado por Castagnino. Era la primera mitad de los sesenta, uno leía autores argentinos y aprendía a mirar artistas nacionales. En la Editorial de la Universidad de Buenos Aires, claro. Y encima, libros baratos, tiradas monstruosas, ciento de miles. En aquel Cuentistas y pintores –singular selección– convivían Los mensú de Quiroga por Alonso, Hombre de la esquina rosada,de Borges por Basaldúa, El herrero y el diablo de Güiraldes por Russo y El viento blanco de Juan Carlos Dávalos por Berni, con otros que me resultaron más raros a mí, pichón de lector: El hombre que daba de comer a su sombra del olvidado Barletta por Battle Planas, El suicida y el león de Persia del extraño Arturo Cancela ilustrado por el gallego Seoane y El yaciyateré de Mateo Booz, el de Santa Fe, mi país. A eso se sumaba, con un registro que no se parecía a nada (de lo que había ahí y a nada en general) y con los dibujos “por izquierda” del programático Demetrio Urruchúa, el cuento de Arlt. La luna roja asomaba rara, casi por definición.

Ahora, al volver a la lectura, lo que me vuelve a impresionar es la perfección estilística, la originalidad absoluta en términos formales, la modernidad en todos los sentidos de un texto que –lo iría sabiendo después, con otros relatos, las novelas y demás– ocupa acaso por eso un lugar especial, por no decir único, en la producción de Arlt. Y que contradice con la simple evidencia de esas pocas páginas ajustadas y perfectas, cualquier tonto preconcepto con respecto a su “consabida” desprolijidad de narrador torrencial. Pocos textos más cuidados / calculados que éste, cuya genealogía literaria me remite hoy sin contradicciones a otro cuento que me deslumbró en su momento por razones similares, y con el cual –más allá de cualquier alevosa diferencia no pertinente aquí– se emparienta: La lluvia de fuego, la obrita maestra de Lugones escrita treinta años antes, que después formara parte de Las fuerzas extrañas, y cuyas primeras cinco páginas son de una perfección inigualable. Como éstas de Arlt, el supuesto desatento de las formas.

Casi me atrevo a decir que La luna roja fue y es un auténtico ejercicio de estilo, un extraordinario ejemplo de ficción autoconsciente de sus medios, alevosamente calculados, dispuestos en una arquitectura narrativa cuidadísima. Al respecto, volví a experimentar la (renovada) sorpresa por dos aspectos: de salida, la solidez conceptual y el brillo del arranque del texto, una descripción de la ciudad contemporánea como espacio emblemático de la sociedad capitalista, hecho con selección de mínimos gestos y actitudes marcadas por la omnipresencia / omnipotencia del dinero; y al mismo tiempo, el originalísimo punto de vista elegido para desplegar el relato, absolutamente cinematográfico, con una “cámara” que se aproxima a la ciudad de hierro y cristal, y primero pasa de las panorámicas al detalle, sube y baja, con imágenes sucesivas de formas, luces, sombras y colores, sonidos y olores puntuales, para después realizar un largo, minucioso travelling, tremendo plano secuencia que arranca en detalle mínimo de la alta terraza donde la alta sociedad baila el vals de la satisfacción relajada y termina, acompañando a la multitud silenciosa, uniforme y condenada, de frente al horizonte rojinegro de la catástrofe presidido por la luna apocalíptica y la ominosa sombra del cañón. Un alarde de atroz construcción en fuga.

El resultado es que el texto, en La luna roja, funciona como el off de arranque en esas películas clásicas yanquis en blanco y negro de los treinta / cuarenta, pero acompañando imágenes de un Fritz Lang que la pensó muda, en blanco negro y rojo, con toda la herencia del expresionismo alemán. Así de poderoso, de contundente y de original.

Que el cuento utilice la señal apocalíptica –el guiño del bíblico ojo rojo en el cielo– para asociarla no a la Providencia y al Juicio Final sino a la Guerra Total generada fatalmente por la crueldad e injusticia connaturales al orden /desorden capitalista es un dato de lo que pensaba Arlt respecto del mundo en que vivía. En ese sentido, ubicado en el contexto –el corpus textual: El jorobadito– en el que fue incluido, La luna roja no difiere ni se contradice con la mirada y la mano que concibieron Pequeños propietarios, Noche terrible o Las fieras en un registro tan suyo y tan diferente. Lo que sí, queda como una muestra ejemplar de su destreza de narrador largamente excedido de cualquier pretensión de encasillamiento en categorías –siempre prejuiciosas– de presunto realismo “desprolijo”.

Por último, un apunte rápido acerca de las distintas fases del lunático Arlt, en un doble sentido. Por las diversas (fases) que él mismo pasó como autor; y por las que pasó la crítica (no el “lector común”) que lo leyó, hasta hoy.

En el primer aspecto, La luna roja tiene, en la cuidada construcción visual, mucho del Arlt que piensa en escenas e imágenes, y en eso adelanta el último, el que optó por el teatro en detrimento de la narrativa, y que acaso hubiera llegado al cine. No estamos hablando de “evolución” de ningún tipo sino de fases, momentos.

En cuanto a la crítica, no hablemos de la contemporánea, que lo ignoró, pero sí de la que tenía cuando lo leímos nosotros, veinte años largos después de muerto. Ese Arlt que descubrimos a principios de los sesenta en Eudeba no era todavía el actual lugar común de cualquier tríada inamovible que recibe el beneplácito y la lectura atenta de la crítica. No estaban aún las obras completas de Fabril Editora ni el teatro en Schapire; sólo existía la biografía de Raúl Larra, el estudio de Massota –Sexo y traición en Roberto Arlt– no había sido aún reeditado, llegaría recién el libro de Diana Guerrero, empezaban a hacerse oír los ya no tan jóvenes (Viñas, Prieto, Jitrik) de Contorno. Faltaba aún un tiempito para la notable lectura refundadora de Piglia y todo lo que saludablemente vendría junto y después.

En este doble sentido, la fase que encarna –literalmente– este La luna roja sigue ofreciendo hoy, con su extraña perfección y desafiante condición insular, un ejemplo de que Arlt sigue siendo un hueso saludablemente duro y rico de roer.

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