CONTRATAPA

Soriano, Shanghai-París

 Por Rafael A. Bielsa

A veces, cuando miro caer la lluvia fumando en silencio frente a una ventana, sucede un instante en el que me parece que estoy a punto de merecer la respuesta. Pero ese instante pasa, y entonces, si estoy de ánimo, escribo el acertijo sólo por ver si recobro aquel momento, la comarca hacia donde el momento me arrastraba. Pero nunca he logrado recobrarlo.
“Asiento 03 A”, decía el ticket del vuelo Shanghai Pu Dong-Charles de Gaulle del 1º de julio. Algunas horas en París, y luego de vuelta a Buenos Aires. Lamenté que no me tocara pasillo, por las piernas largas, el único regalo cortazariano que –para mi desventura– me hizo el azar.
Cuando llegué hasta mi asiento, el contiguo ya estaba ocupado. Un tipo que me recordó a Osvaldo Soriano: la calva saludable, los ojos temblorosos y solícitos como dos jarras de agua. Me repantigué en el asiento, y me dormí profundamente a poco de despegar. Cuando me desperté habrían pasado cinco o seis horas, y la cabina estaba a oscuras. Entreabrí la mirilla de la ventana, y afuera parpadeaba la luz de ese amanecer indeciso que no cesa, cuando en verano se sale de noche desde China hacia Occidente, saltando de huso en huso horario y descontando las horas de un día que intenta prosperar. Mi compañero de viaje dormía como yo lo había hecho hasta hacía unos instantes. Volví a dormirme y cuando desperté, me estaba mirando, con los ojos brillando en la semipenumbra con un reflejo desenmascarado.
En ese momento encendieron las luces; faltaban dos horas para París, y el desayuno estaba listo. Yo me había perdido la cena por haberme dormido “como del rayo”, y por decir algo le pregunté a mi vecino qué habían ofrecido. Era un francés que había vivido largos años en París, y que ahora lo hacía en Angulême, una ciudad pequeña donde vivió Balzac, ubicada en el oeste central de Francia a 110 kilómetros de Bordeaux. Tenía una hija de diecisiete años, porque se había casado tarde con una italiana de Bérgamo, y manejaba una industria vinculada con el aluminio, o algo así. Vendía en China, pero no le gustaba Shanghai. Era ingeniero químico.
Me extrañó la formación académica, porque cuando le comenté sobre la propaganda de la línea aérea (“hace del cielo el mejor lugar de la tierra”), me explicó que se trataba de “una figura de estilo en la que la incompatibilidad aparente está resuelta en un pensamiento más profundo”. Se lo hice notar y, con algo de modestia, añadió: “A veces, también leo”.
Cuando le dije que yo era argentino, se impresionó y me contó que él había vivido en Río Negro de los cuatro a los seis años. Su padre había viajado para trabajar en Indupa, y él había aprendido a leer y a escribir en Cinco Saltos, pero se había olvidado del español. Yo me acordé que Cinco Saltos estaba cerca de Allen, donde había vivido Osvaldo Soriano, y que en aquella ciudad él y su padre habían subido en una vieja camioneta a un predicador que sermoneaba con ojos de poseído y que iba donde lo llevaran porque predicaba en el desierto, según un relato de Cuentos de los años felices, el último libro de Soriano, si la memoria no me falla. Lo miré al francés, y me di cuenta de que debería tener los mismos años que tendría el Gordo si viviera, sesenta y uno, sesenta y dos.
Todavía era “hincha de Boca”, al que había visto jugar contra Lanús durante los pocos días que estuvo en Buenos Aires, de regreso a Francia. Buenos Aires le había parecido una ciudad con calles interminables, y con un olor que no podría definir pero que conservaba en su interior. Cuando volvió a Europa, reparó en que allá por entonces no se paraba la pelota con el pecho, como aquí, ni se le pegaba con la cara externa del pie, lo que permite darle un efecto diabólico. Me dijo que jamás había hablado de esas cosas con nadie, ni siquiera con su familia, y que recién en ese momento se daba cuenta de que las recordaba.
Ya habíamos terminado el desayuno, y la conversación continuaba, acodados en los posamanos de las butacas. “Pero... –dudó, mirando hacia arriba–, ¿sabe qué? ¡A mí me dio un beso Eva Perón! Fue durante una visita que hizo a Cinco Saltos. Yo era el extranjero de la clase, y luego de pronunciar undiscurso que me había aprendido de memoria, una cosa más o menos nacionalista, ella me premió con un beso.” El beso de Evita Capitana me trajo a la memoria otras palabras de Soriano: “El general nos envolvía con su voz de mago lejano. Yo vivía a mil kilómetros de Buenos Aires y la radio de onda corta traía su tono ronco y un poco melancólico. Evita, en cambio, tenía un encanto de madre severa, con ese pelo rubio atado a la nuca que le disimulaba la belleza de los treinta años”. Aquello habrá sucedido en el ’48 o el ’49; el francés y el Gordo, a 30 kilómetros de distancia el uno del otro, tendrían cinco o seis años.
Soriano también recibió su regalo peronista. “En el verano del ’53, o del ’54, se me ocurrió escribirle. Evita ya había muerto y yo había llevado el luto. No recuerdo bien; fueron unas pocas líneas, y él debía recibir tantas cartas que enseguida me olvidé del asunto. Hasta que un día un camión del correo se detuvo frente a mi casa y de la caja bajaron un paquete enorme con una esquela breve: ‘Acá te mando las camisetas. Pórtense bien y acuérdense de Evita que nos guía desde el cielo’. Y firmaba Perón, de puño y letra. En el paquete había diez camisetas blancas con cuello rojo y una amarilla para el arquero. La pelota era de tiento, flamante, como la que tenían los jugadores en las fotos de El Gráfico.” En ese preciso instante me di cuenta de que era 1º de julio, día de la muerte del General.
Al llegar al aeropuerto, nos despedimos. Le agradecí la conversación; no es frecuente que uno tenga algo que agradecer a otro como resultado de una charla casual. No sé ni sabré su nombre. Más tarde, fumando en silencio y mirando caer la lluvia frente a una ventana, pensé en Soriano, en el francés, en Cinco Saltos, en el 1º de julio. Me pareció que estaba a punto de merecer la respuesta, pero el instante pasó.
Al llegar a Buenos Aires, me crucé con un empleado del aeropuerto, hincha de Atlanta, quejoso por alguna derrota que yo ignoraba. “¿Y qué me dice de los penales de Boca?”, me comentó. “Que la altura, que la fecha, que la suerte, que dicen que es grela. Nos hubiera hecho falta el Gordo Soriano para entender algo, ¿no?.” Lo miré en silencio, y le recomendé que leyera El penal más largo del mundo. Y que después de leerlo, si sucede un instante en el que le parece que está a punto de merecer una respuesta, que no se olvidara de contármelo.

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