CONTRATAPA › HISTORIAS CON GALOCHAS

Mamotreto, el ordenador incansable

 Por Juan Sasturain

En el final de su tesis doctoral “Sobre la inexistencia de la fila india”, el profesor Augusto Mercapide, único depositario de la esquiva memoria y sostenedor consecuente de las leyendas del pueblo galocha, hace referencia al pertinaz Mamotreto. Tras demostrar, con mucha convicción y poco rigurosos ejemplos extraídos de coloridos westerns –John Ford, Anthony Mann, incluso Peckinpah–, que la expresión “en fila india” carece de sentido pues nadie ha visto jamás a indígena alguno marchando de uno en uno (lo habitual siempre ha sido el arrebato, la ruidosa montonera), Mercapide explica de qué modo, a diferencia de otros, los galochas supieron, en todo sentido, enfilarse. Y describe como prueba el “código galocha”, un riguroso cuerpo verbal de reglas y pautas que ordenaron usos y costumbres de los pobladores de las fuentes del Orinoco durante cierto período de su historia. Y ahí es cuando menta al célebre Mamotreto, llamado por la tradición “el ordenador incansable”.
Mamotreto era un joven inteligentísimo al que –de vivir en estos tiempos– nadie hubiera dudado en calificar de maníaco obsesivo o algo similar. Tras dedicarse de pibe al coleccionismo o la clasificación de cuanto pasaba cerca de sus manos o dentro de su cabeza –hojas, sueños, insectos, nombres, tipos de parientes y comidas, malas palabras– ya de muchacho, como ayudante del célebre Chubasco, se propuso ordenar sistemáticamente los fenómenos naturales en apariencia arbitrarios y no catalogables. Así, después de un año de permanecer a la intemperie, el templado Mamotreto entregó su primer informe sobre los diversos tipos de descargas pluviales que jornada a jornada se precipitaban sobre los humedecidos galochas.
Ordenador incansable, describió cómo los seis chaparrones diarios del otoño se convertían en nueve para la primavera y se mantenían en catorce en verano e invierno. Los horarios cambiaban también para las estaciones: el primer chaparrón de verano llamado “madrugazo” comenzaba a las seis menos cuarto y duraba ocho o nueve minutos. Era el despertador popular, pues con su estruendo sobre los trechos se levantaba toda la familia. El último, en esa época del año, era el conocido como “borrachito” porque era un chaparrón corto, de tres o cuatro minutos, que caía exactamente a las once y media de la noche y era el que tradicionalmente servía para refrescar a los borrachos, que a esa hora eran sacados a cielo abierto para que se espabilaran y volvieran a sus casas. Pero su descubrimiento mayor fue el “pis de gato”, chaparrón brevísimo –de entre dieciocho y treinta y cinco segundos– del atardecer otoñal. No era diario sino que se producía cada ocho días, sistemáticamente. Era cosa de creer o reventar. Sin embargo, sus descubrimientos no les movieron un pelo a sus coterráneos.
Es que los creativos y espontáneos galochas siempre fueron un pueblo con tendencia a despelotarse. Aislados, autosuficientes, felizmente cómodos, librados a sus libres impulsos y sin coacciones ordenadoras más allá de los ciclos naturales que les imponían temporadas de caza y épocas de recolección selectiva, no iban más allá de eso. El resto, cuando no era módica inacción, era el cultivo de un anárquico quehacer desordenado. Dos formas del clásico boludeo.
Hasta que ocurrieron un par de episodios traumáticos para la comunidad. Primero fue un incendio que se llevó media aldea porque no pudieron coordinar una cadena de agua para apagarlo y se la pasaron chocando entre sí o peleándose por quién agarraba el cesto más grande para ir al río; después, tuvieron la idea de un desfile aniversario que debieron postergar sin fecha al descubrir que no sabían cómo hacerlo, ya que carecían de la idea misma de fila (para después desfilar) y se les hacía difícil aceptar moverse unos mientras los otros miraban y después invertir los papeles. Todo el tiempo se mezclaban. Ahí fue cuando Mamotreto, reconocido como uno de los galochas más perspicaces, dijo la frase definitiva:
–Esto es un quilombo.
–¿Y eso qué es? –dijeron algunos.
Otros –peor aún– ni se inmutaron: “quilombo”, para ellos, no era más que otra de las múltiples maneras de nombrar simplemente a la realidad. Había llegado la hora de poner orden.
Y la hora llegó para quedarse. En muy poco tiempo, bajo la dirección de Mamotreto, los galochas comenzaron una campaña de ordenamiento que los llevaría muy lejos. Sobre todo a descubrir que –como muchas otras– la del orden es una consigna que carece de fondo: todo puede ser ordenado y por lo tanto –según su perversa lógica– todo debe serlo. No por nada, el orden y la orden sólo tienen diferencia de género.
Pero en un principio, el juego (pues como tal lo vivían) de organizar y sistematizar lo espontáneo fue recibido con curiosidad y expectativa. Era más divertido, los sacaba de la rutina. Y Mamotreto les enseñó que así como se desordenaba por defecto –al dejar las cosas como estaban o donde caían– o por exceso –al alborotar en demasía lo que estaba en su lugar– del mismo modo se podía hacer orden por acción u omisión: en el equilibrio de ambos gestos consistía toda la ciencia ordenadora. Acaso haya sido ese afán de simetría lo que lo llevó a caer en los que llamaremos excesos. Basten algunos ejemplos.
Así, con Mamotreto, los galochas aprendieron a hablar por orden y no todos juntos en las reuniones colectivas pero también, sistemáticamente, a callar por orden, ya que no debían, por pura lógica inversa, silenciarse todos al mismo tiempo. Lo que era más novedoso, pero ciertamente incómodo: tener que hablar suele ser más duro que callar obligatoriamente. Así lo experimentaron los galochas.
Como había una sola cancha de pelotarco, el juego que apasionaba a los galochas, solía haber disputas o al menos amontonamientos tumultuosos por la utilización del espacio, la apropiación de la codiciada pelota, el armado de los equipos y la duración de los encuentros. Con Mamotreto no sólo se organizaron turnos regulares sino que se hizo un registro de jugadores y un sistema de rotación para que no sólo todos jugaran sino que todos participaran en cada uno de los equipos, con diferentes compañeros cada vez. Tras un período de conformidad con la sistematización del juego, los galochas descubrieron que si bien ya no se peleaban para ver quién jugaba, ya no sólo jugaban sino competían, que era una forma larvada de pelear... Fue cuando Mamotreto decidió organizar también esa nueva energía competitiva y así nació una de las creaciones máximas de la Era del Orden: el campeonato. Todos se apasionaron con esta forma de competir. Claro que, cuando se dieron cuenta, el juego había desaparecido.
Eso no fue nada. Todo se pudrió cuando Mamotreto intentó sistematizar el descanso.
Algunos sostienen –con una lectura socio-economicista de corto alcance– que con la supresión de la pausa después del mediodía y la concentración del reposo en las horas de oscuridad el ordenador incansable se propuso optimizar el rendimiento laboral. Eso habría provocado el rechazo de los ya mosqueados galochas. El perspicaz Mercapide lo duda. En su monografía “Apogeo y decadencia del siestero”, el investigador sostiene que las reformas en el régimen de descanso fracasaron –y provocaron el ocaso definitivo de Mamotreto– en tanto intentaron avanzar sobre los arraigados hábitos amorosos de los efusivos galochas. Y contra eso no hay nada que hacer.
Mamotreto, decepcionado, se apartó y abandonó su empeño ordenador. Vivió muchos y prolijos años más. Los suficientes para ver cómo el quilombo volvía a reinar como si nada.

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