CONTRATAPA

Auschwitz

 Por Susana Viau

El domingo 23, la cabellera platinada de Marlene Dietrich relampagueó en el El juicio de Nuremberg. La maratónica película que Stanley Kramer rodó a principios de los ’60 ponía sobre la mesa un buen número de verdades: desde el banquillo de los acusados el juez Ernst Janning (Burt Lancaster) admitía que siempre supo cómo eran los nazis y, a pesar de todo “los acompañé, caminé con ellos”. Su defensor (Maximilian Schell) preguntaba, entre la estrategia y el desborde emocional, de qué lo inculpaban ¿o acaso no existió un acuerdo de buena vecindad firmado por el Vaticano y el Tercer Reich?, ¿los rusos no suscribieron un pacto de no agresión con Alemania?, ¿no fue Churchill quien sostuvo en 1938 que de haber visto a su patria en peligro hubiera deseado el surgimiento de un hombre como Hitler para conducirla en la tormenta? “Y era 1938”, repitió el defensor. El guionista Abby Mann tampoco dejó fuera del infierno a los Estados Unidos, o mejor “a los empresarios americanos que hicieron negocios” con los nazis. Cuando el 27 de enero de 1945 el ejército soviético llegó a Auschwitz encontró lo que el film mostraba en fragmentos documentales: montañas de dientes de oro, recortes de piel, 800 mil vestidos de mujer y seis mil kilos de cabello humano. Pertenecían a judíos, comunistas, anarquistas, socialdemócratas, homosexuales, gitanos. Un inventario siniestro repetido en Treblinka, Buchenwald, Dachau, Mauthausen, Bergen-Belsen. Kramer, sin embargo, subrayaba un detalle que las recordaciones de estos días han omitido: los crematorios de Auschwitz llevaban la marca de “Sociedad Topf & Hijos”, de Erfurt, la mayor proveedora alemana de hornos de panadería.
La Topf no era monopólica en el rubro crematorios: en Dachau, por ejemplo, el fabricante de crematorios era C. H. Kori. Por cierto que esas dos firmas no fueron las únicas: las acerías Krupp se entregaron con entusiasmo a las teorías de higiene racial del médico Alfred Ploetz –cuya descendencia recaló en las playas bonaerenses– y patrocinaron concursos sobre los principios del darwinismo y su aplicación a “los desarrollos políticos internos y las leyes del Estado”; el Deutsche Bank manejó cuentas de la Gestapo, mantuvo relaciones estrechas con la Topf y no puso reparos en que Hermann Josef Abs, un antiguo directivo de la química IG Farben –productora del gas Zyklon que se utilizaba en las “duchas” y cuya planta de Auschwitz incrementó la producción y las ganancias gracias al trabajo servil de los prisioneros–, participara de sus organismos de decisión. La Bayerische Motoren Werke (BMW), la Daimler-Benz y la Siemens también sacaron del trabajo esclavo una forma suprema, inigualable, de plusvalía. Curioso maridaje –apunta Eric Hobsbawm en Historia del Siglo XX– de mamarracho ideológico y tecnología.
De ahí el servil Ña “su deseo es una orden para mí” con que, según dicen, Ferdinand Porsche aceptó el pedido de Himmler de diseñar un coche pequeño y barato para las vacaciones de los obreros germanos, un coche “popular”. Para cumplir con la demanda, Porsche pidió una inyección de mano de obra cautiva. En 1934 el diseño estuvo listo. Se trataba de un prodigio que con ínfimas mutaciones llegaría hasta hoy: el Volkswagen “escarabajo”, el que prefieren los personajes de Woody Allen, la mascota de la gente inteligente. La primera unidad vio la luz catorce años después, con la planta bajo control inglés. Su hacedor, en tanto, había sido condenado a un año y medio de prisión junto al marido de su hija Louise, Anton Piëch. “Herr” Porsche estaba acusado no sólo de pertenecer al empresariado nazi sino de haber sido designado por Himmler oficial honorario de las SS. Una vez libre, montó en Austria la planta de la que saldrían los primeros automóviles con su nombre. El nieto que le dio Louise, Ferdinand Piëch, fue desde 1993 hasta 2002 presidente de la Volkswagen. Se alejó del cargo por decisión propia, acogiéndose a la jubilación. Ferdinand –Butzi– Porsche, otro nieto del profesor, el hijo de su hijo Ferry, ocupó un puesto simétrico en la Porsche. Era una verdad como una catedral: la gran burguesía había aceptado al nacionalsocialismo “como se acepta un dentista para el dolor de muelas”. Y a la muela del capitalismo alemán la inflamaban la Revolución Rusa, la expansión de las ideas comunistas, socialistas y anarquistas, el desarrollo de pujantes sindicatos de clase. Hobsbawm reproduce un dato esclarecedor: mientras que entre 1929 y 1941 el 5 por ciento de la población con mayor poder de consumo de los Estados Unidos vio disminuir en un 20 por ciento su participación en la renta nacional, Alemania recorría un camino inverso. En ese mismo período, el 5 por ciento de los más altos ingresos la había incrementado en un 15.
Hubiera sido sabio, probablemente, que para recordar los 60 años del genocidio, alguna voz autorizada –y la de la víctima siempre lo es– aludiera a Guantánamo, una hija de Auschwitz, el campo de exterminio de estos días, un depósito de presos engrillados, encapuchados, sin nombre, sin nacionalidad, sin acusación, sin abogado, sin derecho a la defensa. Hubiera sido más que sabio alertar del parecido de la locura expansionista del muñeco grotesco con la promesa reciente de llevar la “libertad americana” a los confines del mundo. Y en un grado menor y doméstico, hubiera sido prudente recordar que el Salón Kitty, el lupanar berlinés utilizado por la Gestapo para espiar a su distinguida clientela (“el que todo lo sabe, nada teme”, creía Goebbels) inspiró al burdel masculino Spartacus, sostenido por la SIDE con los mismos fines; tendría efectos profilácticos preguntar qué hacen en las primeras, segundas y terceras líneas de la política hombres que bautizaron su organización Guardia de Hierro en homenaje a los legionarios nazis de Rumania.

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