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La verdad de la milanesa

 Por Juan Sasturain

La situación es conocida: cena familiar pero formal, con invitados; conversación amena y cuidada entre medioconocidos, prolijidad en modales, palabra y obra. Pasan los fiambres, llegan las milanesas con puré en sendas fuentes saturadas y, una vez repartidas las porciones, quedan en el medio de la mesa saldos y retazos que resisten a la reiterada invitación de repetir. Nadie nada nunca. Hasta que de pronto, en medio de la charla animada, apagón general y exclamaciones. Pasa un minuto, comentarios en voz baja y silencio de la mayoría mientras la dueña de casa pregunta por tapones y mira por la ventana a ver si el corte de luz es en todo el barrio. Pero en ese momento, tal como se fue, vuelve la luz, y tras el parpadeo las miradas confluyen en la fuente del medio, el domicilio de las milanesas. Tres tenedores han quedado clavados y suspensos, en sorda disputa, como picas en Flandes, sobre la relegada milanesa final, tironeada como Tupac Amaru por una tía intachable, el impresentable novio de la nena y el dueño de casa, incalificable como siempre. A las hipócritas convenciones y al código de procedimientos y urbana cortesía se ha impuesto la ley del deseo, la verdad de la milanesa.
Aunque la milanesa no sea el mejor ejemplo, porque trasciende largamente la condición de mera comida y ha pasado a ser un valor, un lugar de consenso casi universal –es difícil ser amigo de alguien sin sentido del humor o al que no le gusten las milanesas–, es cierto que hay muy pocas circunstancias tan reveladoras de lo que somos o por lo menos de cómo somos, que la genérica situación de comer. Nuestra relación puntual con la comida y su contexto –con el plato, con los cubiertos, con los dedos o los codos– va más allá de gustos y cantidades, de manipulación íntima o distante prescindencia: la operación de comer es el más rico y auténtico revelador personal, repertorio sintomático de sentidos múltiples. Sólo el baño y la cama pueden competir con la mesa tendida como escenarios deschavadores del ser verdadero. Sobre todo por el peso de lo inconsciente.
Las variables a considerar son infinitas, pero acaso la más reveladora sea la administración del deseo, las variables que resultan del cruce entre tiempo y gusto o placer. Tengo un amigo que en la primera cita se dedica a ver –antes que nada– cómo come la invitada, y pone el eje y el ojo en esta ecuación personal. La cuestión es simple y casi filosófica: ante un bife con papas fritas a caballo, para manejarnos con un clásico, hay una primera cuestión que es qué te gusta más –más allá de los roles formales, de centro y periferia, de carne y guarnición– y una segunda y determinante: qué te comés primero, ¿lo que te gusta más o lo que te gusta menos?
Supongamos que, confeso o no, se impone el par de fritos. Dejemos la opción mixta, la medianía combinatoria de gustos y colores y quedémonos con las posiciones extremas. En el inicial arrebato miga en ristre sobre las yemas, objeto privilegiado de deseo, y la posterior desganada aproximación al churrasco ya sin pan y dejando entibiar las papas que quedan solas y soslayadas hay toda una concepción de la vida. En la laboriosa masticación de un churrasco asuelado y la segmentación prolija de papas parsimoniosas como prólogo al demorado festival de ambos huevos reventados a mordiscones sabios, hay otra manera de vivir. Siempre hay una manera de empezar a conocerse, sin necesidad de sacarse nada; sólo poniéndose la servilleta.
Total, para equivocarse, como siempre, hay tiempo.

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