CONTRATAPA

Non va a andar

 Por Rodrigo Fresán

UNO Cada vez son más y más las páginas satinadas de revistas científicas que nos aseguran –con un inverificable optimismo– que sabemos más y más del funcionamiento de la memoria. Pero también está claro que –al igual de lo que sucede con las pupilas y las huellas digitales– no existen dos maneras idénticas de recordar. Compartimos voltaje y cableado; pero en todo lo demás cada cual atiende su juego. Así, la calidad y el manejo de nuestro pasado es lo que configura nuestra exclusiva forma de entender el presente e intuir el futuro.
Y esto se me ocurrió viendo el domingo por la noche los despachos de la cadena informativa Euronews –suerte de CNN del cada vez más novedoso Viejo Mundo–, donde se daba cuenta del naufragio de la Constitución Europea en el borrascoso y lleno de escollos referéndum francés. Ahí nomás pensé –y hacía años que no le dedicaba un segundo de mis pensamientos– en aquel formidable personaje de Calabró: El Contra. Me refiero a ese inequívoco Homo Argentiniensis repitiendo una y otra vez ese mantra de polaridad negativa que es “No va a andar” ante un sufrido Antonio Carrizo representándonos a todos nosotros.
Y libre flujo de conciencia y eléctrica asociación de ideas, yo me dije: “Cambiar Calabró por Calabreau o por Descalabreau” y allí estaba toda esa gente festejando en la Bastilla –como hace unos siglos, record de asistencia en las urnas– el triunfo del Non! Del non va a andar.

DOS Y, sí, es cierto que a los franceses –invocando dos clásicos de la chanson gala– les gusta hacer las cosas a su manera y no se arrepienten de nada. Y que, seamos sinceros, cuando se trata de las grandes ocasiones, les gusta decir aquí estamos y a nosotros no van a uniformarnos fácilmente con el resto; y si no que les pregunten a Astérix y a Obélix. Y si me preguntan a mí cuál es mi francés prototípico y paradigmático no demoraré ni un segundo en elegirlo y aquí está: el capitán Renault magistralmente interpretado por Claude Rains en Casablanca. Ese que va por la suya, le sonríe a quien le conviene, no se casa con nadie, da la orden aquella de “reúnan a los sospechosos de siempre” y aun así muestra la hilacha cuando –en un bar/casino de nombre Rick’s– suena La Marsellesa como una bofetada en las mejillas de los nazis. Y la verdad sea dicha: de estar vivo Renault, seguro que votó en contra.

TRES Y la cosa se veía venir y tal vez el error estuvo en presentar la aprobación de la Constitución como un hecho seguro amparado en una feroz campaña publicitaria en plan “Usted tiene la oportunidad de hacer historia”. Esa euforia milenarista y cosmo-europea que –hacer memoria– arrancó en 1992 con el Tratado de Maastricht (hasta The Kinks dedicaron una esperanzada canción agridulce a la cuestión), se continuó en el 2000 con el Tratado de Niza, se reforzó con la llegada del euro como moneda comunitaria (que por estos días comienza a mostrar su debilidad frente al dólar) y ahora, se supone, alcanza el éxtasis orgásmico con la aprobación por países del dichoso y discutido librito azul. Librito azul omnipresente, que ha generado varios libros acerca del librito azul y sobre el que, en uno de ellos, se lee lo que sigue: “Napoleón decía que una Constitución ha de ser corta y oscura. Y ésta es sólo oscura”. El problema es que el autor del libro donde se cita a Napoleón no es Jean-Marie Le Pen sino Jean-Pierre Chevènement: antiguo ministro socialista de Educación y de Defensa entre el ’84 y el ’91.

CUATRO Y, sí, claro: voto castigo al gobierno de Chirac. Muchos dicen que el error de estrategia de Chirac –seducido por las primeras y muy positivas encuestas de principios de año; pensando que el sellado y archivo del trámite sería algo tan veloz e inhundible como el “Titanic”– fue la de dejarse tentar por una larga campaña de tres meses. Lo que, finalmente, no hizo otra cosa que poner de manifiesto las grietas en el casco de su partido y que instalara en la gente la idea –tener claro que los franceses no le hacen asco a una huelga de transportes, aunque el comité olímpico esté de visita en París calibrando posibilidades de sede para los próximos juegos– de que ésta era la mejor y más dolorosa oportunidad de pasar factura más gélida y afilada que un iceberg. Y así fue: 55 por ciento negativo y la Francia rural y los barrios obreros aterrorizados por una invasión de obreros extranjeros o por la fuga de fábricas a países más “baratos”, encendiendo la mecha del miedo. Un temor que trasciende las clases sociales y que –por una vez– encuentra del mismo lado al ultra que no quiere saber nada en cuanto a que Turquía sea Europa, al comunista de raza que denuncia al documento como una apenas encubierta biblia neoliberal y al pequeño burgués que teme por la exclusiva seguridad de su petit club privado que arrancó con 6 socios que después fueron 12 y enseguida 15 y que ahora son 25. A la hora de la verdad –como Renault y Calabró– pocos creen que la unión haga la fuerza y a quién le preocupa aquí esta semana el futuro y dinástico avance chino o la mayor consolidación de los imperiales modales norteamericanos. Lo que angustia es que a más miembros, menos dinero de ayuda a repartir. Y a no olvidarlo: Francia fundó el club.

CINCO Y lunes otra vez y desfile continental de pensadores y analistas y estadistas profetizando el Apocalipsis, definiendo lo ocurrido como un sismo de intensidad, o advirtiendo que esto es sólo el principio. El texto ya ha sido ratificado por nueve países y parte del resto optará por el trámite parlamentario (Chipre, Malta, Estonia, Suecia, Bélgica, Finlandia, Letonia); pero queda mucho referéndum por votar (Holanda, Luxemburgo, Dinamarca, Polonia, Portugal, Reino Unido, Irlanda y República Checa); y son muchos los que vaticinan à la Calabró “un efecto dominó de graves consecuencias” mientras piensan en el debate y enmienda de un nuevo documento a bautizar con cualquier nombre menos Constitución. Y vaya a saber uno quién tiene razón, quién se equivocó, quién pagará el pato y quien se lo comerá. Ya se verá. Pero si algo se puede asegurar hoy es que la política no es –por más que muchos así lo piensen– el fino arte de dar las cosas por hechas sino eso que ocurre cada vez que la gente ejerce un derecho, vota, y después vuelve a la barra del bar, y sonríe más o menos satisfecha con un “Yo te lo dije”.

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