CONTRATAPA

Mentiritas

 Por Rodrigo Fresán

UNO El otro día lo echaron a Cafasso. No lo vi, pero lo leí en el diario. La verdad es que me puse un poco triste, porque yo a Cafasso le tenía cariño. El coronel retirado Joseph A. Cafasso (¡qué apellido tan argentino!) era el asesor y experto militar de la cadena de cable Fox News desde el ataque a Afganistán, poco después del 11 de septiembre. Cafasso había estado en Vietnam y en Irán, y aparecía todos los días, de uniforme, en la pantalla de mi televisor explicando mapas y estrategias con ese perfecto look castrense –pelo al rape, mirada de acero, frases contundentes– que tantas veces buscan los actores que hacen de militares en la última de Schwarzenegger, en la nueva de Stallone. Pero resulta que Cafasso no había luchado en ninguna parte, que ni siquiera era militar, que les había mentido a todos en la Fox durante más de un año. Y que nadie se dio cuenta de nada hasta que alguien se dio cuenta de algo. Y lo echaron. No es tan grave: en estos días se cumplen veinte años de los televisores y las revistas donde nuestros respectivos Cafassos repetían una y otra vez aquello de “Estamos ganando”, “Seguimos ganando”. Y nadie los echó. Se fueron solos.

DOS Se suponía que Rosa –concursante por España del certamen cancionero de Eurovisión– iba a ganar. Estuvieron diciendo eso durante tres meses. Una y otra vez. Hasta que la gente se lo creyó de verdad. El sábado pasado, cuando Rosa quedó apenas séptima, el gran público jamás pensó que le habían mentido cuando le vendieron un triunfo seguro. El gran público prefirió creer que Rosa había ganado lo mismo. “¡Esto es un triunfo para España!”, gritaba enardecido el conductor de Televisión Española con el mismo entusiasmo con que alguna vez Orson Welles aulló que venían los marcianos. Y Rosa lloraba porque le habían mentido.

TRES Lo de Rosa y Cafasso son, claro, mentiritas. Tienen su gracia. Son lindas historias. Lo de que Bush (quien dicen que en realidad no ganó las elecciones de su país) sabía que algo terrorista y terrorífico iba a ocurrir, y que no lo dijo y que se fue de vacaciones, es un poco más grave. No es exactamente una mentira, pero es el ocultamiento de una hipotética verdad que no demoró mucho en volverse cierta. Es decir: es grave. Y al mismo tiempo, parece, no lo es. Es decir, todo eso –basta ir siguiendo el espacio y la intensidad decreciente en las primeras planas– no demora en pasar de enorme engaño a mentirita. Y la vida continúa. Las peores mentiras son las verdades que se ocultan.

CUATRO Difícil que Harold Bloom –de paso por Barcelona para predicar una vez más hablando de sí mismo en tercera persona “la muerte del lector”– haya leído todos esos libros que apunta en su polémico Canon; difícil que Joseph E. Stiglitz considere factibles buena parte de las alternativas al estado de las cosas que propone en El malestar en la globalización; mucho más difícil todavía tomarse en serio a Naomi Klein –de paso por Madrid– advirtiendo de los peligros del consumismo desde un best-seller con logo en la tapa y titulado No Logo. No importa, les creemos lo mismo. Porque si hay algo más terrible que el hecho de que te mientan es que nadie se preocupe en mentirte, quedarte afuera, no ser digno ni siquiera de algo incierto y, por lo tanto, acabar no creyendo en nada. Como el Scrooge de Dickens en A Christmas’ Tale quien, al final, acaba siendo el más crédulo de todos. Y el más feliz.

CINCO La vida está hecha de mentiras y la muerte es una definitiva e incuestionable verdad. El hombre –a diferencia de los animales que no fueron seducidos por los Disney Studios– apoya toda su verdad en la incertidumbre de varias religiones más o menos parecidas, y allá vamos. Aprendemos a mentirles a los demás temprano porque nos mienten desde el vamos –con la cigüeña francesa o los Reyes Magos o lo que sea– y no demoramos en asimilar el método para mentirnos a nosotros mismos. Necesitamos creernos las mentiras de los otros porque sólo así podemos justificar las mentiras propias. Es parte de nuestra naturaleza. Así, los oficiales del “Titanic” y del “Lusitania” informaban a los pasajeros en cubierta de que no era nada para preocuparse, que ningún barco iba a hundirse. Y los pasajeros se lo creían porque siempre es mejor flotar abrazados a una mentira que ahogarnos con una verdad. Así la paradoja de que, al final, un mentiroso no es otra cosa que aquel que cree estar diciendo la verdad siempre.

SEIS Dicen que cuando lo sacaban a los empujones del estudio de la Fox, Cafasso gritaba que “¡No entienden nada!” y “¡Estoy en una misión secreta!”. Loco. O no tanto. Ahí me acordé de esa agencia secreta que Bush había puesto a funcionar para que elaborara mentiras, mentiras verdaderas que sepultaran a las verdades que ojalá fueran mentira hasta generar ese caos donde nadie sabe en dónde está parado. Como en esa fantasía anarca de Chesterton: El hombre que fue jueves. La institucionalización de la mentira no es nada nuevo, pero jamás dejará de serlo, porque de vez en cuando nos gusta sentir la indignación que se siente al descubrir que nos han mentido. Ahí, entonces, rasgarse las vestiduras y que rueden una o dos cabezas y, enseguida, a que nos sigan mintiendo, a seguir mintiendo a decir “¡te lo juro!” con los ojos bien abiertos y voz bien dramática.
Y el Papa goza de perfecta salud.
Y Dios es argentino.
Y los argentinos somos derechos y humanos.
Y –por las dudas, antes de que se hinchen las pelotas, de verdad– ya somos campeones morales.

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