CONTRATAPA › ESCRITOS EN LA ARENA

De los ahogados y sus tipos

 Por Juan Sasturain

Se supone que los bañeros estamos para salvar a la gente, para que los bañistas no se ahoguen. Doble laburo: prevención y salvataje. Y es así. Lo notable es que –como decía el licenciado Candiotti, un psicólogo social de la escuela de Pichon Rivière que estuvo un verano dando un curso para los escépticos guardavidas de entonces– hay una figura que es la del ahogado recurrente, un síndrome, decía él, que recorta la figura del tipo que va a terminar, si no muerto, por lo menos cagándote la tarde... Eso último lo decíamos nosotros, claro.

Y hubo casos increíbles. Cuando recién empezaba, Noriega tuvo abonado a un gordito de Temperley, un empleado de banco, al que sacó seis veces en la misma semana. Al final se hartó:

–Cuántas veces hay que salvar a un ahogado: ¿siete veces?

–No te digo siete, te digo setenta veces siete –le aseguró Schiaffo, un diminuto calabrés al que le decían el Cura, que sin ser bañero simplemente siempre estaba ahí. Cebaba mate y opinaba.

–No le des bola –corrigió Cequeira.

El Cura Schiaffo era del puerto y no era cura pero podría haberlo sido. Había quedado huérfano de chico y lo habían criado los salesianos de Don Bosco, que rápidamente detectaron en él una vocación firme y un tornillo flojo. Después de un par de años de seminario lo soltaron. El pequeño italianito volvió al barrio y al muelle y se hizo pescador en la tradición paterna. Hasta que un día en alta mar y con las redes echadas mostró la hilacha mística, dijo síganme, los haré pescadores de almas, y trató de caminar sobre el Atlántico.

Los sorprendidos discípulos apenas consiguieron sacarlo del agua con la misma red de pesca, lo tiraron al fondo de la lancha entreverado entre los pejerreyes y no lo dejaron subir. Ni a cubierta ni a la lancha. Nunca más. Fueron discretos en la difusión del episodio, pero a la madrugada siguiente salieron sin él.

En ese gesto de sus compañeros pescadores, según diría después el Cura ya definitivamente colifa, había descubierto la riqueza simbólica de extraer a la gente del seno de las aguas. Y se pensó bañero.

–Pero si no sabés nadar... –dijo Cequeira cuando se le presentó.

–Puedo ayudar.

Y Schiaffo se quedó. Resultaba más pintoresco que otra cosa cuando se ponía rompepelotas con el Evangelio o sus versiones adaptadas a cada ocasión.

Esa vez de las setenta veces siete Cequeira sacó al Cura de por medio y zanjó la cuestión de la conducta con los ahogados recurrentes con una máxima elemental:

–La próxima, a ese pelotudo bajale los dientes de un piñón. Vas a ver que no se ahoga más. Es de esa clase.

Y le explicó al por entonces novato Noriega que, en el fondo, las veces y los modos, todo dependía del tipo de ahogado. Que no eran todos iguales, que había ahogados y ahogados.

–Hay cuatro tipos de ahogados y a todos los tenés que salvar... –decía el sistematizador.

–Los hombres, las mujeres, los pendejos...

–No, cuatro maneras de ahogarse, mejor: por accidente, por tarado y por engrupido...

–Eran cuatro.

–El cuarto caso son los que se quieren suicidar, que es otra cosa. Y entre los suicidas están los que se tiran y los que se meten. Los que se tiran tienen más voluntad.

–¿Y Alfonsina Storni?

–Entró caminando. Hay que tener huevos. Entrar y caminar hasta ahogarte, si sabés nadar, es muy difícil.

–¿Sabía?

Esa vez Cequeira se encogió de hombros.

Años después, cuando iban o volvían de jugar al metegol al Viejo Lombardero, Noriega, Falucho y los amigos solían hacer escala en el monumento a la poetisa, como decía la señora de Raggio, maestra de sexto grado. Algunos repetían de grandes un recorrido que habían hecho en excursión escolar pero con variantes: leían con dificultad y entre risotadas el poema de las espumas y después meaban detrás del bloque de piedra tallada, en el pasto.

De esa época, Falucho recordaría siempre una conversación ejemplar con Noriega:

–En los accidentes, los tipos de ahogado se mezclan. Están los que se descomponen en la orilla, se van de trompa y se ahogan en un charco, como me pasó con una vieja, o los que tienen un ataque al bobo o los pibes que se los lleva el canal casi de la orilla. Esos no cuentan... Son accidentes puros. Pero está el soberbio que se tira de la escollera donde no debe y se parte el mate o se manda a nadar mar adentro y se acalambra, o el boludo que va a buscar la pelotita al canal o trata de sacar a otro sin saber nadar bien... Todos esos suelen ser reincidentes –tarados o engrupidos reincidentes–. Y ahí sí la piña puede ser necesaria.

–¿A todos?

–Las piñas te las tenés que reservar para el soberbio; para el boludo basta con la humillación, y con el suicida, o que sospechás que se quiso amasijar, sé discreto. Porque nadie se suicida a las tres de la tarde y con la playa llena.

–¿No?

–No. Es muy difícil matarse al sol. Sacando en el campo, que la gente no se mata pero las veces que sí, se cuelgan a la siesta. Pero es otra cosa.

–Ah.

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