EL MUNDO › OPINION

Indomables

 Por J. M. Pasquini Durán

Bolivia es un país de novela. Su historia es un relato fantástico cruzado por capítulos de generosa rebeldía popular y otros de mezquinas traiciones, con violencias inauditas, entre las que hay que contar 189 golpes de Estado consumados por fuerzas armadas que, casi siempre, actuaron como el brazo armado de los poderosos. En su territorio de un millón de kilómetros cuadrados, los enormes contrastes sociales han sido un paisaje permanente.
Cuando la familia Patiño era la monarquía del estaño y figuraba entre las inmensas fortunas en el ranking mundial, a mediados del siglo XX, los trabajadores del socavón libraron batallas legendarias en nombre del nacionalismo revolucionario. Los sindicatos mineros fueron promotores de lo que hoy los académicos llaman la “reforma agraria del aire” fundando emisoras radiales gestionadas por los trabajadores en cada mina, hasta que las olas represivas lograron clausurarlas y los sindicalistas fueron detenidos y abandonados en el desierto. La represión militar más las oligarquías asociadas con los planes económicos del neoliberalismo agudizaron la dualidad social, condenando al 70 por ciento de la población urbana y al 90 por ciento de la rural a sobrevivir con menos de un dólar por día.
A pesar de todas las crueldades que los azotan desde los comienzos de la historia, el movimiento popular boliviano resurgió de sus cenizas una y otra vez, sostenido por esa enorme masa de indígenas que son la mayoría de la población. A lo mejor, fue esa trayectoria de rebeldía la que sedujo al Che Guevara para que eligiera Bolivia como punto de partida para la insurrección en esta punta austral del mundo. En su Diario, el Che anotó que cuando les hablaban a los campesinos, éstos parecían esculturas de la misma piedra de los cerros. A lo mejor, ni siquiera entendían sus palabras en español, porque el 33 por ciento de los habitantes habla el quechua y el 21 por ciento el aymara, dos lenguas heredadas del imperio incaico, que ninguna colonización logró quebrar. Lo que es seguro es que al presidente Sánchez de Losada no lo entienden, porque hasta su español es insuficiente, ya que toda su vida estudió y vivió en Estados Unidos. Tampoco pueden comprender a un gobierno que pretende realizar el ajuste de la economía, en sintonía con las recetas del Fondo Monetario Internacional (FMI), mediante la rebaja de los salarios.
En la identidad cultural de esa civilización milenaria, la relación con la hoja de la planta de coca es por completo diferente a la que pueden tener los traficantes de narcóticos. Para los indígenas, la infusión de coca es una medicina tradicional y el “akuyico”, una bola de hojas que se mastica sin tragar y cuyos efectos alucinógenos son neutralizados con pizcas de bicarbonato de sodio, es una anestesia para la fatiga y el hambre. La decadencia económica del país, la enajenación de su economía, condenó a los campesinos a producir la hoja en gran escala, porque es uno de los pocos productos que le proveen una mínima rentabilidad. Son los cocaleros que hoy en día ocupan la cabeza del movimiento popular, del mismo modo que lo hacían los mineros hace medio siglo, que han promovido la formación de lo que llaman el “Estado Mayor del Pueblo”, un movimiento donde confluyen también empleados del Estado y otras fuerzas laborales y sociales, que apoyaron la candidatura de Evo Morales para la presidencia de la República.
Ese movimiento es el que rechaza los planes de ajuste, cuya característica ni vale la pena mencionar en detalle ya que son idénticos a los que sufren la Argentina y muchos otros países de la región. Tampoco es una protesta que comenzó esta semana, porque sus antecedentes inmediatos hay que encontrarlos a partir de abril del año 2000. En esta oportunidad la confrontación tuvo olor a pólvora porque la policía se sumó al rechazo y repelió los ataques del ejército con las armas en mano. La nómina de muertos y heridos crece a diario, mientras los partidos de gobierno giran sobre sí mismos, incapaces de encontrar respuestas a la altura de lasdemandas y necesidades de la población. La democracia en estos países es inestable, pero no es de ninguna manera incompatible con los ciudadanos. Lo que debilita y estremece a los regímenes democráticos no son las rebeldías populares sino el tremendo nivel de injusticia social que pretenden sostener las oligarquías gobernantes. Por eso, la reconciliación de la política con la sociedad, en términos de convivencia pacífica, tiene una cláusula inevitable: reestablecer principios de justicia social, de igualdad de oportunidades y de igualdad ante la ley. Por eso, la lucha en Bolivia no es ajena ni misteriosa: es otro frente de la causa común, que estalla en burbujas de indignación y dolor, hoy aquí y mañana allá, hasta que pueda ser torrente.

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