EL MUNDO › OPINION

Después de los cadáveres

 Por Claudio Uriarte

Vaya hombre de suerte. Justamente cuando George W. Bush parecía acorralado por sus índices de popularidad más bajos, el escándalo de las mentiras para justificar la guerra a Irak, la lenta pero constante degradación de las condiciones de la ocupación en el terreno y el deterioro –tan constante como vertiginoso– de la economía estadounidense, sus fuerzas le entregaron esta semana el regalo de dos de sus cadáveres más deseados: los de Uday y Qusay Hussein, los hijos del depuesto dictador Saddam Hussein. Con ellos, 37 de las 55 figuras del juego de poker del Pentágono han muerto o están en cautiverio, y de los ases sólo falta el propio Saddam Hussein. El logro no debe despreciarse, pero también debe ponérselo en perspectiva, porque, como suele ocurrir muy a menudo con un presidente afecto a entregar respuestas que no corresponden a problemas que sí existen, los cadáveres de esta semana le permiten desviar las presiones pero no necesariamente contestan las dificultades que continúan. Veamos:
1 La muerte de los hijos e incluso la posibilidad de que Saddam mismo muera o sea hecho prisionero es un duro golpe a la resistencia del “triángulo sunnita” al norte de Bagdad, pero no significa necesariamente su aniquilamiento. Ya que esa resistencia, que incluso puede llegar a alcanzar réplicas en el sur chiíta del país, no depende tanto de la acción más o menos irrestricta de tres o cuatro malvados sino de una ocupación estadounidense que está fracasando en definir de manera clara sus prioridades políticas y militares. Desde la abrupta partida del general Jay Garner en mayo, la administración del civil Paul Bremer, del Departamento de Estado, se ha caracterizado por la indecisión y la confusión: un día todos los remanentes del Partido Baaz son excluidos de la vida pública, pero al día siguiente son readmitidos, porque son una fuerza demasiado grande y peligrosa para que permanezca en la calle sin trabajo; un día se imprimen billetes con la cara de Saddam y al día siguiente se los prohíbe; se prometen empleos que no se materializan, la reconstrucción de la industria petrolera avanza a paso de tortuga y el administrador civil parece cada vez más confinado en remotas operaciones de alquimia política para alcanzar la proporción áurea de sunnitas, chiítas, kurdos y turcomanos en un gobierno títere en que ninguna de esas facciones se siente verdaderamente representada. Hasta cierto punto, las operaciones militares también entran en cortocircuito, ya que deben ser aprobadas por una agencia del gobierno –el Departamento de Estado– distinta a la dirige a los militares. Y en el plano específicamente militar, el descontento por el largo período de despliegue crece. Tendencialmente, y combinado con la guerra de baja intensidad de la que ya puede calificarse a la posguerra iraquí, esto causa una baja de la moral, en que las tropas se acostumbran a verse en posiciones defensivas. El resultado es un creciente vacío de poder, y es infantil pretender que la resistencia no lo aproveche para saltar al centro de la escena.
2 Los escándalos que cercaban a Bush antes del golpe de suerte del martes giraban en torno de sus mentiras para justificar la guerra a Irak, pero eran representaciones fantasmales de problemas más hondos: la aparente deriva de la ocupación, y la caída libre de la economía. Estados Unidos todavía puede retomar la iniciativa en Irak, pero Bush ya no está en condiciones de retomar la iniciativa en la economía de Estados Unidos. La tasa de desempleo sigue subiendo, y se está petrificando en torno a un número creciente de norteamericanos cada vez con más dificultades de encontrar trabajo; el déficit se ha disparado a los 455.000 millones de dólares por frívolos regalos impositivos a los ricos y las corporaciones, y con eso Bush se ha atado de pies y manos: ya no tiene el dinero para recortar los impuestos de modo de estimular el gasto de la clase media, mientras la Reserva Federal parece encaminada a otro inocuo recorte de las tasas de interés en agosto.
3 Los dos temas, el de la deriva iraquí y la caída libre económica, encuentran una unión explosiva en una contradicción cada vez másflagrante: George W. Bush lanzó a su país en una guerra de rediseño imperial sin tener la economía para sustentarla. En su imaginación, la guerra y la economía parecen discurrir por compartimentos herméticamente aislados uno del otro; la fe ciega en la superstición ofertista impide toda reevaluación pragmática de lo que está ocurriendo en los números, y los zigzags y lagunas operativas y de competencias de la ocupación de Irak, junto a las cinematográficas apariciones del “presidente en guerra” hacen un hazmerreír de la figura de comandante en jefe. El destino de la reelección de Bush en noviembre de 2004 sigue estando tan comprometido como antes.

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