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Por qué hubo magnipresidio

Fueron presos ministros, asesores de primer nivel y hasta un ex presidente. Pero quedaron excarcelados. ¿La sensación de impunidad es porque salieron rápido o porque los arrestos no se tradujeron en políticas nuevas?

 Por Martín Granovsky

La Argentina vive una paradoja. Pocos países del mundo llegaron a tener, sin revolución, tantos funcionarios presos. Pero en pocos la sensación de impunidad es tan marcada como aquí.
No hace falta ni mencionar a los dictadores. Muchos de ellos fueron condenados y, aunque se beneficiaron con el indulto, terminaron procesados por el robo de bebés, como Jorge Videla y Emilio Massera. Hoy mismo otros cuarenta están arrestados a pedido del juez español Baltasar Garzón. Nadie puede saber cómo terminarán, pero no da la sensación de que Alfredo Astiz, por ejemplo, pase en libertad los próximos años de su vida.
Sin contar a los dictadores, los asesinos y los torturadores, fueron muchos en estos años los funcionarios democráticos que pasaron por la cárcel. Alguien dirá que una cárcel VIP. Es cierto, pero Carlos Menem no se imaginaba a sí mismo ni siquiera en la quinta de Don Torcuato a la que accedió porque ya tenía 70 años. Si él mismo hubiera podido ser dueño de su futuro lo hubiera dibujado en estado de gloria eterna, popularidad sin límites y el poder suficiente como para hacer y deshacer por encima y por debajo de la mesa. Y en cambio sufrió prisión acusado por el contrabando de armas.
También estuvo preso durante 65 días Domingo Cavallo, dos veces ministro de Economía. Y Emir Yoma, cajero del reino. Víctor Alderete no disfrutó de un monumento por haber convertido al PAMI en la sucursal de las gerenciadoras, que a su vez habían colonizado al poder político y habían terminado asociadas a él. Omar Fassi Lavalle pasó de secretario de Turismo a reo por supuesta evasión. Antonio Erman González, antiguo contador de la curtiembre Yoma y uno de los expertos en manejo de dinero preferidos de Menem, fue otros de los casos de magnipresidio. Martín Balza estuvo preso arrastrado por el procesamiento contra Menem, aunque en su caso ya fue sobreseído en tres causas y espera que la Justicia dicte su cuarto sobreseimiento ya resuelto por la cámara. El secretario de seguridad de Fernando de la Rúa, Arturo Mathov, sigue preso, lo mismo que el último jefe de la Policía Federal, Rubén Santos, por la matanza programada del 20 de diciembre de 2001.
La pregunta es por qué presos tan importantes no redujeron la percepción de impunidad. Aquí van tres respuestas para un debate.
La primera es evidente. Los magnipresidios no sirvieron para que los argentinos quedaran satisfechos porque la mayoría de los funcionarios quedo libre muy rápido.
Segunda respuesta, relacionada con la primera pero que no la agota: la sensación de impunidad siguió vigente porque la Justicia actuó con deficiencias y, sobre todo, porque la Justicia no cambió más allá de la adaptación sagaz de un puñado de jueces a las nuevas situaciones. No es que el intento de blanqueo de algunos jueces haya sido inútil. Siempre es bueno que cuando no hay convicción al menos haya en el juez un nivel de interés político individual que lo lleve a coincidir con la mayoría de la población.
Tercera respuesta: para terminar con la impunidad no basta con judicializar la política. En todo caso, aunque la Justicia actúe correctamente en un principio, luego es necesario que cambie la práctica política concreta de dirigentes y funcionarios. Si la práctica no se modifica será más fácil para los jueces volverse atrás. Pero aunque los jueces sigan un procedimiento correcto, sus procesamientos terminarán pareciendo vacíos ante la falta de una traducción institucional en el manejo del Estado.
¿La prisión de María Julia Alsogaray indicará una etapa diferente? Hay final abierto. Por lo pronto, la decisión del juez Rodolfo Canicoba Corral se produjo luego de la remoción de Julio Nazareno al frente de la Corte Suprema y en medio de un proceso que puede limpiar el resto del tribunal. Pero además María Julia fue presa mientras se libra la discusión con lasempresas de servicios públicos no solo sobre las tarifas sino también acerca de los contratos de concesión y su cumplimiento.
En la Argentina la ecuación de la impunidad sumó jueces dóciles al poder político y económico y, del otro lado, una judicialización de la política que quedaba esterilizada por esos mismos jueces. El círculo era vicioso porque reinaban la Convertibilidad como amputación de las herramientas de política económica y la desregulación como dogma, y no aparecía un clima político de alternativa que desafiara ese orden chato representado tan bien por María Julia.

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