EL PAíS

Para autocriticarse así, más vale que el Fondo no se autocritique

El problema central del mea culpa ensayado por la Oficina de Evaluación Independiente del FMI respecto del caso argentino es que obvia las razones ideológicas y los intereses económicos que se escondían detrás de los errores aparentemente técnicos en el apoyo a la convertibilidad.

 Por Julio Nudler

Un abismo separa hoy a la Argentina del FMI, a juzgar por los términos de la discusión pública entablada entre ambos, a punto tal que cualquier observador prescindente le aconsejaría al país sostener el menor vínculo posible con el organismo. Lo notable es que las discrepancias no sólo se manifiestan en las posturas actuales del Fondo (ver aparte), adversas a Buenos Aires, sino que son tanto o incluso más profundas cuando un cuerpo paralelo a la entidad, como la Oficina de Evaluación Independiente, ventila una (auto)crítica a la actitud sostenida en el caso argentino entre 1991 y 2001. Lo que ha hecho la OEI en su dictamen es censurar las fallas técnicas y de criterio en que incurrió el FMI durante el decenio del 1 a 1, pero obviando un hecho central: la motivación ideológica que guió el respaldo brindado a la convertibilidad, en realidad no por ésta sino porque proporcionó el marco de engañosa estabilidad necesario para que se realizasen las privatizaciones, incluyendo la del sistema previsional, y la masiva extranjerización de la economía y, en particular, de la banca. Es lo que, en otras palabras, señala la declaración del ministro Lavagna ante el Directorio Ejecutivo del organismo.
Sin embargo, ninguna victoria en la discusión remediará la posición de debilidad de la Argentina en el FMI, en gran medida por no poder formar un frente común con Brasil, dado que para el presidente Lula lo más importante es llevarse bien con el Fondo y conquistar el corazón de los mercados para no desbarrancarse en el default, estando por lo visto dispuesto a pagar un precio social muy alto por alcanzar ese complicado objetivo. Por otro lado, es muy poco lo que la Argentina puede hacer para alterar una estructura defasada de poder en el FMI, donde la segunda y la cuarta economías en tamaño del mundo, vale decir China e India, no cuentan en absoluto.
Las “lecciones” que la OEI extrae del bochornoso (para el Fondo) caso argentino resultan por momentos patéticas. Afirman, por ejemplo, que “el nivel sostenible de deuda para las economías emergentes puede ser inferior a lo que se suponía”, lo cual es archisabido, sin que haga falta que estos evaluadores lo descubran. A ningún país periférico se le toleraría una deuda como la que tiene Estados Unidos, por ejemplo. “El comportamiento de la política fiscal –concluye la lección número 2 de la autocrítica– no debería fijarse sólo en los desequilibrios de cada año en particular sino también en la cantidad de deuda pública acumulada.”
Esto significa que el Fondo debería haber exigido mucho antes superávit fiscales suficientes para ir afrontando los servicios de esa deuda, en vez de tolerar que ella siguiera acrecentándose. Como en casi todos los casos, el reproche que se hace el Fondo es haber sido demasiado blando o contemplativo con la Argentina, lo cual exhorta a ejercitar mayor dureza y severidad. Pero este nuevo criterio llega a deshora, cuando ya Carlos Menem y Domingo Cavallo están refugiados en el extranjero, y por tanto la estrictez se le aplica a la Argentina posmenemista y posaliancista, que pugna por zafar como puede del desastre al que contribuyó la complicidad del Fondo. Esto quiere decir que para el país resulta mucho peor que el FMI se autocritique, si lo va a hacer de esta forma, a que no lo haga en absoluto.
Otra “lección” sugestiva es la tercera (entre un tacaño total de diez). En ella se fustiga sin nombrarlo al célebre “blindaje”, en el que clarividentes como Darío Lopérfido vieron la superación de todos los problemas. En una palabra, los evaluadores no cohonestan los apoyos precautorios a programas mal diseñados y peor implementados porque no resuelven las vulnerabilidades de una economía. No habiendo una crisis de balance de pagos, sería mejor –piensa la OEI– que el Fondo deje al país expuesto a la disciplina que le impondrán los mercados (financieros). Es decir, que lo arroje a las fieras. No hay dudas de que sin el blindaje la convertibilidad se hubiese caído un año antes, pero tampoco que los grandes intereses con los que simpatiza el FMI no habrían tenido tiempo de ponerse a salvo de la borrasca ni dólares con los que fugar capitales masivamente. Así vista, lo más cortés que puede decirse de esta autocrítica es que es cándida. El Fondo no es eso que los evaluadores piensan que es, si es que en serio lo piensan. El Fondo es un enorme aparato montado para defender ciertos intereses bajo una apariencia técnica.
La autocrítica también la emprende contra panaceas como la del megacanje, sosteniendo que cosas como ésas no sirven porque son “costosas y difícilmente aptas para mejorar la sostenibilidad de la deuda”. Sólo servirían las restructuraciones que reduzcan el valor presente neto de los servicios de la deuda, o, si se cree que ésta es sustentable, un bruto paquete de apoyo financiero. Ninguna de esas condiciones estaban presentes en 2001: el megacanje creaba compromisos inabordables, y la deuda hacía rato que era insostenible. Pero si esto es así, es obvio que la Argentina necesita ahora imponer a sus acreedores una quita muy fuerte sobre esa deuda inflada por la inconducente reprogramación para estar en condiciones de cumplir con el nuevo compromiso. Pero el Fondo, en lugar de acompañar este camino de salida, lo bombardea, tratando hasta último momento de beneficiar a los acreedores, aunque por otro lado los perjudique al imponer el pago pleno de sus propias acreencias.
La respuesta de Economía señala, entre otros, un “error” tan grosero del Fondo, diez o más años atrás, como el de haber convalidado que el producido de las privatizaciones se contabilizara como ingreso ordinario del fisco, lo que embellecía las cuentas pero constituía una técnica contable inadmisible. Las joyas de la abuela no eran infinitas. En realidad, no se trataba de una equivocación de los técnicos sino de la decisión de favorecer un proceso recomendado por el Consenso de Washington sin entrar a mirar cómo se estaba privatizando ni importar el alto grado de corrupción que aceitaba esas operaciones, cuestión de la cual la OEI no extrae “lección” alguna. Del mandamiento no robarás ni una palabra. Tampoco si se privatizaban monopolios mal regulados y regirían niveles tarifarios no competitivos. Pero ahora el organismo reclama que se restablezca la seguridad jurídica, vulnerada por la pesificación.
Cuando la Argentina realizaba las aconsejadas “reformas estructurales”, el estado cada vez más deteriorado de la macroeconomía no revestía para el FMI importancia ninguna. La idea, o la excusa, era que las privatizaciones y otras reformas mercadoamistosas lo arreglarían todo después. Ahora, cuando la macro anda bien, con superávit fiscal primario y control de la moneda, el Fondo no quiere aprobar la tercera revisión del programa porque no se avanza lo suficiente con las reformas estructurales que exige. Es la cruz de la misma moneda.

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Presidente Carlos Menem y ministro Domingo Cavallo, niños mimados del ahora autocrítico Fondo.
 
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