EL PAíS › OPINION

La lógica de la injusticia

 Por Nora Veiras

El general se acomodó el nudo de la corbata, carraspeó y preguntó: “¿Alguien está pensando en eso?” “Eso” era la posibilidad de que el Congreso sancionara la nulidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. No fue el Congreso sino un juez el que meses después de esa charla informal dispuso la inconstitucionalidad de las normas de impunidad. El general que había sido teniente coronel en los años de plomo temblaba ante la posibilidad de que se mellara la garantía de injusticia. Ayer, fue el propio ministro de Defensa quien asumió como propia esa “preocupación”.
Cuando el carapintada Aldo Rico se sublevó para que el poder político abortara el proceso judicial contra los represores había alrededor de 1500 miembros de las Fuerzas Armadas involucrados en causas penales. El objetivo cumplido de Rico implicó, paradójicamente, la garantía de sospecha para todos y el motivo de la permanente reapertura de atajos judiciales en busca de la condena merecida.
“No hay ninguna sociedad, ni en la Argentina ni en ninguna otra parte del mundo, en que después de 25 años haya gente que no sepa exactamente cuál es su suerte final”, argumentó el ministro agobiado por “el estado de incertidumbre” de sus subordinados. Sonó a provocación. Son los familiares de los 30 mil desaparecidos los que viven reclamando conocer “la suerte final” de esas vidas. El ministro, además, incurrió en una doble mentira; una histórica: basta recordar la búsqueda de los genocidas nazis para refutar el paso del tiempo como justificación del abandono de la búsqueda de justicia. Otra jurídica: los crímenes cometidos por la dictadura no prescriben, son delitos de lesa humanidad.
“Nosotros no vamos a decir nada”, habían repetido anteayer los uniformados cuando este diario les pidió comentar el dictamen del procurador general de la Nación, Nicolás Becerra, en favor de la inconstitucionalidad de las leyes. Más allá del oportunismo del Procurador –inmune a otra impunidad: la que gozan varios de los miembros del gobierno que a él lo designó– las declaraciones del ministro permitieron comprender que no necesitaban hablar ellos porque él asumiría la defensa de los sospechados por violaciones a los derechos humanos.
“Lo que resulta absolutamente irrazonable es que sea en cierto modo utilizada una cuestión tan delicada como esta que tiene que ver con la libertad y con la suerte de mucha gente, que queda como una suerte de rehén de una cuestión política que se ha planteado entre dos poderes del Estado”, dijo también el ministro. Otros dos argumentos que estremecen. Así dio por hecho que delincuentes tienen que seguir en libertad y se preocupó porque esos delincuentes queden de rehenes de una inocultable puja de poder. Hizo caso omiso, en cambio, a que haciendo abuso de las armas fueron los represores los que tomaron de rehén a la sociedad argentina para obtener la sanción de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida.
Es lamentable que después de dieciséis años, sin la extorsión de las armas alzadas contra la sociedad, el ministro siga reclamando impunidad. Desecha así, quizás, la última oportunidad de hacer justicia con las víctimas y los victimarios.

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