EL PAíS › OPINION

No se fueron todos, pero algo cambió

 Por Mario Wainfeld

Fue un momento de inflexión, una bisagra de la historia, proponen algunos. Fue un estallido rabioso, una llama que se consumió tanto como la consigna “que se vayan todos”, concluyen otros. Fue un golpe de Estado sui generis promovido por el duhaldismo, aderezado por la anécdota de los cacerolazos insiste, autista y banal, Fernando de la Rúa. Lo ocurrido el 19 y 20 de diciembre de 2001 habilita interpretaciones bien variadas. Vale anticipar que ninguna será definitiva porque tres años parecen mucho pero no son tanto, máxime cuando se trata de hechos cuyas heridas aún sangran.
Empecemos por un par de pinceladas ineludibles, según la mirada retrospectiva, selectiva, del cronista. El 19 y 20 de diciembre de 2001 fueron días plenos de pasión y participación popular, de violencia estatal, de crisis institucional. Hubo saqueos, movilizaciones muy masivas y valientes. El presidente De la Rúa decretó el estado de sitio y muchos argentinos de a pie lo desafiaron. Ese reto dice mucho sobre el hartazgo y la decisión popular. En Argentina, un país con memoria de represiones feroces, quien le pone el pecho a un estado de sitio sabe que se pone en riesgo. Un dato mayor fue que el gobierno de origen democrático reprimió ferozmente y que las movilizaciones no cejaron. Ni en el transcurso de esos días, ni en ese feroz verano, ni durante todo el año siguiente. Ese fuego no se extinguió y aún hoy alienta brasas.
- Cayeron dos y no uno: El frenesí de esos días se prolongó en meses. Se llevó puesto a De la Rúa, un radical autista, muy lenteja, que nunca entendió nada. La onda expansiva también eyectó a Adolfo Rodríguez Saá, peronista él, enchufado, astuto, bien diferente a su antecesor. Algo sustantivo tuvieron en común dos tipos tan distintos, ninguno de ellos entendió que el país había cambiado.
- Anécdotas y destino: Un debate perenne ante acontecimientos históricos es cuánto hay en ellos de ineludible y cuánto tributa al azar, a la anécdota, al cruce de contingencias. Con la relativa perspectiva que concede una distancia breve en años, este cronista sugiere que la teoría conspirativa sobre el complot duhaldista no termina de cerrar. La hipótesis de que todo fue atado y bien atado por varios dirigentes –tan cara a cierto imaginario urbano y a ciertos periodistas– soslaya el cúmulo de decisiones populares que fueron determinantes. Nadie dominó toda la escena que se le escapaba de las manos al más pintado, al más fuerte en la contingencia, que ese sí era el peronismo.
El escenario, de tan dinámico, sobrepasaba a los protagonistas más pintados. Baste para sugerirlo un hecho central: quien llegó a presidente tras la caída de la Alianza no fue Duhalde (o acaso el misionero Ramón Puerta) sino Rodríguez Saá, un dirigente con mucho menos poder... pero que en ese marco magmático estuvo con las antenas paradas y movido por una ambición irrefrenable. Se movió con más decisión que nadie, prevaleció durante el sismo y se quedó con el premio mayor.
Claro que el duhaldismo (como avanzada del peronismo) olió la debacle de la Alianza y avanzó. Claro que las condiciones objetivas jugaban para su lado y para que fuera Duhalde quien sucediera a De la Rúa. Así decantaron las cosas, en cuestión de días. Pero ese final bien probable quizás hubiera podido esquivarse si no hubieran mediado las desmesuras de Adolfo, la renovada presencia de la gente en las calles.
Una anécdota casi olvidada alumbra el clima de esos días. La sesión en la que se tomó juramento al puntano se celebró en la Cámara de Diputados. Era asamblea legislativa, asistían diputados y senadores, faltaban sillas. Algún senador (el ex presidente Raúl Alfonsín) recibió como deferencia de los diputados una banca en la que acodarse. Los demás debieron bastarse con incómodas sillas, agregadas en el (para el caso) exiguo recinto de diputados. Duhalde quedó sentado en una sillita, incómodo, apretado, periférico. Quien lo vio ese día no puede creer que fuera el demiurgo de la historia. Lo cual no significa que no haya tenido su lógica lo que se desencadenó después.
- Los que aprendieron: Los dos presidentes ulteriores, Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner, fueron paridos bajo el signo del escarmiento de 2001. De la Rúa y Adolfo fracasaron porque no entendieron. Duhalde y Kirchner vienen consiguiendo perduración porque incorporaron a su manual básico el dato esencial, parido a sangre y fuego. Duhalde, que no es precisamente un orador pero sí un observador preciso, solía definirlo así: “Con la gente no se jode”. No se podía patotear a la sociedad, no se podía estar distraído de sus adquiridas costumbres de atizar cacerolas o asolar supermercados. De la Rúa, aún hoy, afirma para exculparse que no sabía que a cuadras de la Rosada estaba ocurriendo una masacre. Esa excusa de ladrón de gallinas, inverosímil por lo demás, lo fusila como figura política. Ningún presidente puede (merece) serlo si ignora lo que hierve en las calles. Duhalde y Kirchner, dos peronistas que vienen siendo aliados pero que tienen algunas diferencias ostensibles, siempre tuvieron esa premisa entre ceja y ceja. El patagónico todo el tiempo, hasta ahora. El bonaerense se permitió un renuncio, un regreso a su útero más brutal. En las jornadas de junio de 2002 el gobierno duhaldista fue fiel a su idisioncrasia, a los reflejos de su pasado y traspapeló las enseñanzas del presente. Retrogradó a una esencia macartista y brutal, en una escalada que culminó en los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Rápidamente, Duhalde entendió que había traspasado un límite. Tanto fue así que obró algo que un par de años antes hubiera sido increíble en él: acortó su mandato, renunció a su candidatura. “Con la gente no se jode” habrá dicho, otra vez.
- Asambleas: Una melodía popular propone que la historia la escriben los que ganan, y algo de eso hay. Valdría la pena agregarle que la historia la escriben los que escriben. Vale decir, los que dominan la cultura, los que se expresan en los medios, en las academias. En un país como la Argentina eso se emparenta bastante con un colectivo impreciso, pero no inexistente: “la clase media”. La clase media, en la que revista este cronista, es la gran relatora e intérprete de los hechos de diciembre, lo que no torna extraño que en su versión se arrogue todo el protagonismo. La mirada retrospectiva de los que escriben (y esto ocurrió desde el vamos) centra en las asambleas urbanas el foco de diciembre de 2001. Usualmente ese análisis suele concluir que de esos días nada o poco quedó. Que la progresiva consunción del movimiento asambleístico expresa, irrevocablemente, el fin de esa historia. Tal lectura autocentrada desconoce la perpetuación del accionar de muchas asamblea, volcadas a lo comunitario o lo comunal, aliviadas de una ambición temática intraducible en modos eficaces de acción política.
Pero, lo que es peor, omite que hubo otros actores, fuerzas sociales patentes. Desocupados, gentes humildes de variados conurbanos (no sólo el de la Capital), militantes de izquierda, motoqueros. La nómina de los asesinados por las balas policiales durante la represión es un termómetro interesante para apartarse algo de (o enriquecer bastante a) la historia que escriben los que escriben.
- Lo que queda: Fue un estallido popular, multiclasista, con la marca de tantas gestas argentinas: el pueblo en las calles, altivo, arrogante, belicoso. Y los uniformados, teledirigidos desde el poder político, baleando a mansalva. Fue, entonces, un hecho marcadamente político. Mas estuvo marcado por un tinte de rechazo a “los políticos” que aún perdura. Cierto es que la sociedad, interpelada años después, validó las rutinas democráticas. Pero algo se quebró ahí, las instituciones quedaron carcomidas, algo que no repara del todo (ni tanto) un presidente con consenso. El propio afán de Kirchner de revalidar día a día su legitimidad. esa excitada procura de legitimación carismática, es tributo al estado de cosas inaugurado en el siglo XXI.
El Plan Jefas y Jefes de Hogar, denostado usualmente del peor modo y con los peores argumentos, es una consecuencia de los hechos de 2001. Es el más grande plan de ingresos de América latina, por amplio margen. No es lo que debería ser un plan de ingresos universal pero, sí es un paso en el camino adecuado, que es reconocer que nadie es ciudadano si no recibe de la sociedad (o en subsidio, del Estado) lo imprescindible para subvenir a sus necesidades. Se decidió en medio del default, con las arcas oficiales exhaustas. Se hizo con el temor al estallido, a la insurrección como móvil básico. Básicamente se incorporó a los desocupados (y al peculiar movimiento que los representa) como un integrante ineludible de la agenda pública.
No se fueron todos, pero cayeron dos presidentes. No cambió todo, pero sí caducó el discurso infantil y cipayo de los ’90. Ahora son bien pocos los que creen en la bondad de las privatizadas de servicios, del sector financiero, del capital internacional, del FMI.
La mirada de este cronista, que ya lo era en esas horas, es también sospechosa. Quien escribió la crónica carga con una dificultad esencial para condensar su saldo histórico. Esto asumido, el firmante (que cree que nada cambia del todo en apenas dos días) cree que desde esas horas la política argentina es otra. Y, aunque nos parezca mentira viendo lo que hay, es mejor.

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