ESPECTáCULOS › “ATRAPAME SI PUEDES”, DE STEVEN SPIELBERG, CON DICAPRIO Y HANKS

Cuando la simulación invita al goce

El director de “Jurassic Park” se libera de casi todos sus lastres de cursilería y moralina y entrega su mejor película en años. La producción rosarina “Ilusión de movimiento” sigue la línea rectora de “El asadito”.

 Por Horacio Bernades

La mejor película de Steven Spielberg en años. En Atrápame si puedes el creador de E.T. se saca de encima los lastres del sentimentalismo, la moralina y la cursilería, y se libera casi por completo del pesado diktat del mensaje para dejarse arrastrar sin complejos por la ligereza, el buen humor e irresponsabilidad de su héroe y alter ego, un consumado artista del engaño. Como ocurre con Disney (posiblemente su más fuerte influencia cinematográfica), cuando quiere ponerse maduro es cuando más falso, pesado e infantil resulta este eterno niño llamado Steven. Por el contrario, cuando se deja atrapar por el niño que hay en él –por la sed de aventura y maravillas, por la concepción del cine como zona de puros sueños e ilusiones, como arte del engaño–, el creador de Tiburón y Jurassic Park parece encontrarse a sí mismo y se vuelve casi imbatible. Sin ser perfecta –a la larga, el Spielberg moralizador termina poniéndole el pie al Spielberg dichoso–, Atrápame si puedes son dos horas veinte de plenitud cinematográfica, la desfachatada recuperación de una clase de cine que Hollywood fabricaba a chorros cuando no estaba tan preocupado por el qué dirán.
Hay una íntima, profunda conexión entre este Frank W. Abagnale, que se inventa –para sí y para los demás– otros Franks más líricos y glamorosos, y el Spielberg de los comienzos, antes de que la fama lo pusiera serio. Ambos son hijos de una década pletórica (los primeros ‘60), ambos son geniecillos precoces, ambos creen en el poder de la falsificación y la invención. Personaje real aunque todo en él suena a irremediable ficción, Abagnale transcurrió los mejores años de su vida haciéndose pasar (al mismo tiempo, créase o no) por piloto de avión, médico y abogado, dándose la gran vida hasta que el largo brazo de la ley llega en su busca. Abagnale hizo todo eso siendo apenas adolescente, y terminó (lo sigue haciendo hoy en día) como especialista en fraudes, engaños y malversaciones... al servicio del FBI. A partir de sus memorias, Spielberg y su guionista Jeff Nathanson cuentan esta historia increíble confiando –como Frank– en el poder soberano de la ilusión.
Así como Abagnale fue capaz de engañar a agentes del FBI y del Tesoro, a aduaneros y gerentes de banco, a azafatas y severísimos pater familiae -con el solo recurso de la labia, la sonrisa y un bonito uniforme–, Spielberg recupera para el director de cine el puro ejercicio de la magia, usando palabra e imagen como juegos de manos. Cuando su padre, Frank Abagnale Sr. (un irresistible y trágico Christopher Walken) cae en desgracia por culpa de ciertas falsificaciones, Frank Jr. (Leonardo DiCaprio, infinitamente más a gusto que en Pandillas de Nueva York) decide recoger el legado de papá para construirse a sí mismo. “Nadie presta atención a lo que hacés cuando tenés puesto un buen uniforme”, enseña Frank Sr., y cuando Frank Jr. ve a un par de pilotos de avión, entrando enun hotel de lujo en medio de una corte de azafatas ardientes, decide qué uniforme se va a poner de allí en más para ocupar su lugar en el mundo.
Pero Frank Jr. es algo más que un personaje singular, un freak de raros hábitos. Es un hijo de su época. Una época que Spielberg recupera en plenitud, con placer de arqueólogo juguetón. Desde los sombreritos estilo Madness hasta el corte a la americana, desde el dandysmo del clan Sinatra hasta la percepción popular del mundo de las líneas aéreas como paraíso para bon vivants, con el primer Bond como síntesis perfecta de todo ello (en una escena de antología, Atrápame si puedes hace de Dedos de oro una verdadera escuela de vida, con Sinatra de fondo), es ese cielo de pases exclusivos, azafatas liberadas y primera clase que Abagnale y Spielberg toman por asalto. “Seré el James Bond del cielo”, se propone Frank y lo pone en práctica. Genio de la simulación como forma de arte, Frank Jr. tiene un némesis llamado Carl Hanratty (Tom Hanks), el agente del FBI -padre de familia y workaholic carente de todo humor– que lo persigue desde New York hasta Marsella, con escalas en Miami, Los Angeles, Atlanta y Nueva Orleans.
A la larga, la oscura sombra de Hanratty –padre sustituto que es la contracara exacta de su padre biológico– pesa tanto sobre Abagnale como sobre Spielberg. Después de haber celebrado con un despliegue narrativo apabullante el modo de vida de su héroe (pocas veces en su carrera Spielberg narró una película con tanto descontraído virtuosismo), el realizador de La lista de Schindler se ve en la obligación de recoger el lastre que había echado por la borda. Hace del caradura de Abagnale un muchacho abnegado, que termina arrepintiéndose de todo lo bueno para ponerse al servicio de la norma social. Como el propio Spielberg, que cierra con una pesada nota moral lo que supo ser una gozosa celebración de la amoralidad. Atrás quedan, sin embargo, dos de las horas más felices que el cine estadounidense haya regalado en años. Obra de un niño grande que, durante esa breve eternidad, se atrevió a disfrutar sin complejos, antes de que los mensajeros de Hollywood vinieran a cobrarle la cuenta.

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Leonardo DiCaprio y Tom Hanks, un irresponsable “bon vivant” y su perseguidor implacable.
 
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