ESPECTáCULOS › UNA PIEZA DEL CORDOBES ARISTIDES VARGAS

Crónicas del exilio

Donde el viento hace buñuelos, que se estrena mañana en el Celcit, ensaya una reflexión sobre el desarraigo. El relato, según su director Carlos Ianni, “reúne poesía y humor, extrañamiento y solidaridad”.

 Por Hilda Cabrera

Una nueva obra de sugerente título ocupa la cartelera porteña. Se trata de Donde el viento hace buñuelos, de Arístides Vargas, actor y dramaturgo nacido en Córdoba, llevado de niño a Mendoza y con formación en la disciplina Teatro en la Universidad de Cuyo. Vargas debió exiliarse tras el golpe militar de 1976, primero en Perú, hasta radicarse poco después en Ecuador. Como en Nuestra Señora de las Nubes, espectáculo que se vio temporadas atrás en el Teatro Cervantes por el grupo Malayerba, fundado por este artista en Quito, y en esa oportunidad interpretado por él mismo y la española María del Rosario (Charo) Francés, Donde el viento... desarrolla básicamente los temas de la memoria, el exilio y los afectos, con sus días semejantes a “bahías de aguas profundas donde encallan la belleza y la calamidad”, como escribió el autor.
Con diseño de luces y dirección de Carlos Ianni, esta pieza se ofrecerá a partir de mañana en el Celcit, de Bolívar 825, actuada por Beatriz Dellacasa y Teresita Galimany. La primera con trabajos realizados en teatro (entre los recientes, El cristal con que se mira, de Elida Martínez y dirección de Tina Serrano), participaciones en radio (el ciclo Las dos carátulas) y televisión (Soy gitano, Son amores, Verdad consecuencia, Los simuladores, Alta comedia); y Galimany, dedicada totalmente al teatro (también como autora y directora) y con una trayectoria en seminarios y talleres de maestros de nivel internacional. La favoreció, según cuenta, el hecho de residir durante más de una década en Caracas, cuyo festival internacional de teatro fue, sobre todo en los años de prosperidad económica, un valioso referente de la escena del mundo. De ahí derivan en parte las presentaciones de esta actriz en ciudades de Israel y Estados Unidos. En diálogo con Página/12, el director y las intérpretes coinciden en que este trabajo de Vargas –autor de Jardín de pulpos, Pluma, La edad de la ciruela (estrenada con ese nombre en provincias y modificado en la puesta realizada en el Broadway bajo el título de Vino de ciruela), La Fanesca (creación colectiva sobre textos de María Escudero, una de las fundadoras del mítico Libre Teatro Libre de Córdoba) y El deseo más canalla– se emparenta con el llamado “realismo mágico” y con el “no tiempo” característico del mundo de los afectos en el que se encuentran inmersas dos exiliadas.
–¿Qué significa aquí ese “no tiempo”?
Carlos Ianni: –Son secuencias paralelas al discurrir del tiempo “real”, un mecanismo que en esta obra se convierte en reflexión poética sobre el exilio y la memoria.
Teresita Galimany: –Las que cuentan historias son Miranda y Catalina, quienes sostuvieron un vínculo muy fuerte en años de exilio.
–¿Experimentaron personalmente el desarraigo?
Beatriz Dellacasa: –Yo no, pero puedo presentirlo.
T. G.: –Desde 1976 hasta 1991 estuve fuera de la Argentina. Me fui obligada y me quedé en Venezuela, donde experimenté todos los sentimientos que provoca el exilio: los de la soledad pero también los que se relacionan con la amistad. En Caracas estudié con Juan Carlos Gené, otro exiliado. Gené fundó allí el grupo Actoral 80 y tuvo gran influencia en el teatro local. Cuando se vive lejos del propio país, un compañero o un amigo se transforma en el nexo más preciado con lo que, sin quererlo, uno debió abandonar. Cuesta instalarse, hallar un lugar de pertenencia y acostumbrarse a otro acento.
–Según Vargas, esta obra surgió de las improvisaciones de dos actrices, la portorriqueña Rosa Luisa Márquez y la española Charo Francés, sobre sus sentimientos de desarraigo y solidaridad. ¿Desde qué lugar abordaron ustedes esos aprendizajes de vida?
T. G.: –Trabajamos sobre lo que el autor propone, pero “referenciando” esos sentimientos con lo propio.
B. D.: –Yo recurrí a mis impresiones de la época que viví en Córdoba. Muchas veces me sentí fuera de mi lugar: incluso me apodaron “Yaya”, por no pronunciar la “elle”. Lo de siempre: “cabayo” en vez de caballo.
C. I.: –Arístides no toma el exilio solamente en sentido literal, sino también en el que indica que alguien está fuera de sí mismo y necesita echar raíces en lo que se presenta como “otro lugar”. En este trabajo la estructura es, como en otras obras suyas, muy fragmentada, pero compuesta por escenas de gran intensidad. El sentimiento de amistad, creo, es uno de los más fuertes. Su escritura tiene sello propio: no se lo puede comparar con ningún otro autor latinoamericano. Conoce a fondo la dramaturgia del actor y elabora con los intérpretes una dialéctica en la que cada secuencia conduce fluidamente a la siguiente.
–¿Qué significado le atribuyen al título?
C. I.: –Una lectura posible es la que tiene una frase nuestra: “Donde el diablo perdió el poncho”. Otra sería la que señala la transformación de Miranda en un perro al que se llama Buñuelo.
T. G.: –Puede ser también ese espacio en el que los personajes dicen aquello que en otro lugar no pueden.
C. I.: –O un juego de palabras, porque aparece nombrado el director de cine Luis Buñuel. En la obra todos los elementos se relacionan dialogando entre sí, como la música que fue compuesta especialmente: no ilustra sino que colabora con la intelección del relato, que en Vargas reúne poesía y humor, extrañamiento, solidaridad y formas del exilio, incluido el “exilio de la razón”.

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Teresita Galimany, Ianni y Beatriz Dellacasa, actrices y director.
 
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