Sáb 08.05.2004

ESPECTáCULOS  › DESDE MAÑANA, PAGINA/12 PRESENTA DOS DISCOS IMPERDIBLES DE MIGUEL ANGEL ESTRELLA

“Desde muy chico, yo elegí ser un músico social”

Fue capturado y torturado por la dictadura uruguaya, que no logró quebrar las convicciones que lo llevaron a acercar la música clásica a las capas populares. Piano y Corazón al Sur permiten entrar al mundo de un pianista excepcional, que acaba de ser nombrado embajador argentino ante la Unesco.

Por Claudio Kleiman

Es admirado por los críticos más exigentes, pero ni su fama internacional ni su nombramiento como embajador argentino ante la Unesco, ni sus años de residencia en Francia consiguieron sacarle a este hombre dulce y macizo de sesenta y tantos su acento tucumano ni su actitud sencilla. Su casa del Bajo Flores, donde vive cuando está aquí, es un torbellino de actividad. La charla no alcanza para enumerar todos sus proyectos, pero sí para dar un perfil de alguien con una vida tan intensa como sus convicciones. Una rara avis que desdeñó el lujo de los halagos materiales que el mundo académico reserva para los “elegidos”, en aras de seguir su verdadera vocación y llevar la música al pueblo.
–¿Cómo vive el nombramiento del Gobierno como embajador ante la Unesco?
–Mi vida es redonda, sigo con las mismas cosas que hago desde los 20 años. La savia de todo parte de mi familia y del piano: necesito mucho sonido, me encanta laburar el piano, estudio cinco horas por día. Mis hijos son mis abogados del diablo, aprecio mucho lo que me dicen, las ideas que tiran, son mis mejores amigos. Y una de las razones por las que dudé en aceptar es que no puedo perder mi vida de concertista ni mi práctica. Acepté porque tengo un lugar privilegiado, sobre todo en un país como Francia, mi segunda patria. Y estoy vinculado con la Unesco desde hace 18 años, como Embajador de Buena Voluntad. En las conversaciones con Néstor Kirchner y Cristina me aseguraron que no iba a dejar de tocar el piano ni abandonar mi vida ni mis conciertos. El trato es que todo lo que hago en materia de cooperación con la Argentina desde que volvió la democracia lo haga también en nombre del Estado argentino.
–Al mismo tiempo, mantiene su agenda como intérprete.
–Desde hace más de 20 años tengo un promedio de cien conciertos por año. Elegí ser músico social, lo que es muy irritante para el sistema comercial, porque no tiene nada que ver con las convenciones de la música clásica. Nunca acepté perder mi libertad en cuanto al repertorio o a mi relación con el público: para mí es tan importante tocar en la Villa 31 como en el Teatro Colón.
–¿Hace lo mismo en otros países?
–Sí. Y toco el mismo repertorio, una sonata de Liszt, Brahms o Bee-thoven, y comparto mi experiencia con la gente, sin aires de conferenciante. Relaciono esa obra con cosas que viví: cómo la recibieron chiquilines de un campo palestino, o presos de una cárcel de Francia o de Villa Devoto. Cómo se enamoraron de Chopin en los Valles Calchaquíes: había un silencio sepulcral, y de pronto el jefe de esa federación indígena me dijo “yo nunca en mi vida lloré”. Le pregunté qué veía en esa música y dijo “una mujer que implora ante la muerte, y me estremece”. O chicos de una villa que escucharon una sonata de Beethoven en el Colón y era la primera vez que veían un piano, y me decían cosas rarísimas, como “eso es la lucha contra la desigualdad, contra la desocupación, contra los maridos que les pegan a las mujeres”.
–Esto le cayó muy mal al establishment de la música clásica.
–La primera vez que toqué en Nueva York fue en el Carnegie Hall, a principios de los ‘70. Tenía 30 años y me decían “si seguís tocando gratis para la negrada, vas a morir pobre”. Me amenazaban con eso si seguía insistiendo en que la música es para todos, en ver a Bach como un hombre que tuvo veintipico de hijos, que le gustaba coger, como le gustaba rezar y le gustaba enseñar. Y tanto a mi mujer como a mí nos interesaba ese aspecto de la vida, no la que cuentan los biógrafos.
–¿Cambió algo tras la prisión?
–Yo era un joven pianista con premios pero medio loquito, cristianito, con esas ideas de tocar para los pobres. Yo les decía, “no somos chupacirios, creemos en Dios. La opción por los pobres que no debe quedar en las palabras”. Pero cuando desaparecí el mundo musical se movió por mi liberación, y después mis acciones subieron. Los del comercio me persiguieron durante tres años, me decían “sos dos patas con dólares que caminan”. En París me esperaban contratos fabulosos. Me querían vender con las manos encadenadas. Yo les explicaba que hacía dos años y medio que no tocaba el piano y que no había cambiado para nada. Estoy convencido de que la música es un instrumento maravilloso de comunión entre los humanos. Y lo que recibo abriendo la música a públicos que jamás accedieron a ella reafirma lo que presentía a los 17 años.
–Finalmente desistieron...
–Cuando pasaron 3, 4 años y no les daba pelota, empezaron a torpedearme. Hacían circular rumores que había abandonado el piano y tocaba varieté en las cárceles. Dijeron “Miguel Angel es un político”. Ponen ese cartel para descalificar, porque es más fácil identificar así a un tipo que toca por los derechos humanos.
–¿Música Esperanza fue una especie de respuesta a eso?
–Yo había aprendido todo lo que es social acá, cuando me metí en la Juventud Peronista en los ‘70, y fui delegado de la Juventud Indígena de los Valles Calchaquíes y de la Federación Obrera de Trabajadores de la Industria Azucarera en congresos internacionales. Esa práctica fue el cauce que me permitió tocar para un público que no era tan fácil, e hizo que me sienta como pez en el agua cuando voy a Africa, a Medio Oriente, a Polonia. Todo eso se toca y se armoniza en Música Esperanza, la ONG que fundé cuando salí de la cana, que es música y derechos humanos.
–Algunas de sus actividades son justamente en las cárceles.
–Tras mi liberación, la primera vez que toqué en las cárceles francesas fue muy mal visto. Me esperaban los medios a la salida diciéndome que había tocado para delincuentes. Les dije “yo vengo a tocar para gente que está presa, no me importa saber lo que hicieron, no soy juez ni abogado. Y ya que tengo tantos micrófonos, voy a aprovechar para pedir instrumentos de música, para crear talleres para la práctica musical”. Recibimos unas 150 cartas de insultos y una guitarra. Pero hice un convenio con el conservatorio de Marsella y esos presos terminaron creando una ópera, que modificó durante seis meses ese ambiente lóbrego.
–Tampoco es usual en el mundo de la música clásica la convivencia con la música popular. ¿En usted se dan desde un principio?
–La primera vez que toqué un tango en el Colón, en 1972, me decían demagogo. Pero la música popular es la primera que escuché, la zamba, la chacarera, el malambo. Además, en mi infancia era bailarín en Vilará, la aldea santiagueña de mi madre. Ella era maestra rural, y en el primer peronismo las clases medias bajas podían acceder a comprarse una casa, y así nos trasladamos a Tucumán, donde hice la primaria y secundaria. En casa, Yupanqui era un personaje habitual: recuerdo a mi madre bailando bajo la morera con Atahualpa. Después en París, cuando era estudiante, nos veíamos mucho. En mi adolescencia se mezclan el folklore del noroeste, Yupanqui y Bach, que armoniza todo. De hecho, la primera vez que escuché hablar de Bach fue a Yupanqui; decía “alguien que escucha media hora de Bach todos los días, al cabo de dos años es mejor persona”.
–¿Usted creó la carrera de músico social?
–En 1986 habíamos creado en el Borda un taller de rock, sobre todo con chicos de Malvinas, y armamos un conjunto de calidad. Pero se nos pinchaban, porque es un trabajo muy duro. Empezó a germinar la idea de formar músicos, y creamos la carrera de Músico Social,que es única en el mundo, y se estudia en la casa de Música Esperanza en Tilcara. Hay 33 chicos que trabajan hace dos años, con antropólogos, sociólogos, musicoterapeutas, maestros. Son pequeñas victorias de la música.
–¿Le preocupa que todas estas actividades vinculadas a lo social, especialmente en los medios, dejen de lado su perfil como músico?
–Me inquieta a veces que la gente cuando se refiere a mí hable nada más que de lo social, porque yo soy un pianista que toca bien el piano, no tengo falsa modestia, es lo que dicen los críticos del mundo. Pero en esta Argentina no hay espacio para eso. A muchos artistas que conozco y respeto los oigo hablar y hay esa autorreferencia permanente. Y peor aún los que son mediocres: se la pasan hablando de ellos, y tienen espacio, juegan mucho los romances, las tetas, los culos. Me da asco, es la cosa feroz de la subcultura que en diez años de menemismo adquirió visos de la peor caricatura.

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