ESPECTáCULOS › LAS DE BARRANCO, DE GREGORIO DE LAFERRERE

Una familia barranca abajo

En la notable puesta de Oscar Barney Finn, Alicia Berdaxagar se luce como la despótica dama que intenta “ubicar” a sus hijas.

 Por Hilda Cabrera

Con especial acento en el entorno sociopolítico, esta adaptación de Las de Barranco se ubica dos años después del primer estreno de esta obra en el Teatro Moderno (Liceo, a partir de 1918), por la compañía de Orfilia Rico, y de la inauguración del Teatro Colón, ámbito que aquí se menciona en varios parlamentos. El director Oscar Barney Finn optó por situarla en 1910, meses antes de la asunción de Roque Sáenz Peña a la presidencia, cuando todavía gobernaba José Figueroa Alcorta (1906-1910). Era la época del orden conservador y de la reanudación de las luchas sociales con fuerte influencia anarquista. De ahí que la acción de esta pieza del periodista, político e hijo de hacendados Gregorio de Laferrère (1867-1913) –hombre de comité, miembro del club del Círculo de Armas, autor exitoso en 1904 de la controvertida ¡Jettatore! y fundador en 1906 del afamado Conservatorio Lavardén– se inicia aquí paralelamente a los fastos por el Centenario de la Independencia y el desembarco de la Infanta Isabel, invitada dilecta.
El director acciona así un contrapunto entre ese exterior festivo y el interior de una casa de familia donde se adora “figurar”, aunque se esté sumergido en la ruina económica. Doña María, viuda del capitán Barranco, “guerrero de la lucha por la independencia”, recibe una pensión mínima, pero simula arreglárselas para no perder status. No es una señora dispuesta al cambio. Que haya mujeres que se organicen o intervengan en política le parece tarea de “marimacho”. Este personaje, admirablemente interpretado por Alicia Berdaxagar, no pretende alterar el orden constituido, sí en cambio servirse de sus hijas, sobre todo de la fina y agraciada Carmen. Su propósito es que engatusen con sonrisitas y cumplidos a los pretendientes (todos de Carmen), esperando que éstos alivien con favores el rigor de la miseria que se cierne sobre ella y las jóvenes Carmen (Paula Canals), Manuela (Verónica Piaggio) y Pepa.
La madre autoritaria es un clásico de la dramaturgia. De modo que algunos estudiosos se arriesgarán a comparar –a pesar de las diferencias– a esta María con la Bernarda Alba de Federico García Lorca, y la Doña Irene de El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín. Esta Barranco es despótica, pero también pícara y hasta cómica en su afán por extraer un beneficio, cualquiera sea la situación que se le presente. Ella es producto de un ambiente en que el disimulo es un valor. Se esfuerza por aparecer allí donde mejor se la vea, en el desfile de los carnavales del Centenario, por ejemplo, o en el Colón. Barranco rechaza la observación de Linares: “Los festejos son una burla, puesto que el pueblo está amordazado por el estado de sitio”, dice este periodista que compone Juan Palomino, un inquilino que incidirá en el pensamiento y en la vida sentimental de Carmen. Aunque más politizada y con un lenguaje limado respecto de ciertas peculiaridades lingüísticas de aquellos años, la adaptación de Barney Finn es fiel a las caracterizaciones que diseñó Laferrère. Las variantes surgen de la introducción de nuevas técnicas de actuación. Ejemplos de esto son los personajes de Barroso, el dentista que compone Ricardo Talesnik, y Pepa, rol a cargo de una singular Victoria Carreras, quien, junto a Tony Vilas en el papel de Rocamora, elabora una de las secuencias más destacables de la pieza. El retrato de época resulta inquietante. Se murmura que Rocamora es amigo de la policía, que Linares lo es a su vez de los anarquistas y que entre uno y otro polo existe una sociedad que acepta el fraude. Mientras algunos sectores de la sociedad pretenden alargar la fiesta, en el minúsculo ámbito familiar de Doña María ya no quedan casi cuadros ni muebles para vender. El retrato del capitán Barranco y sus medallas aún cuelga sobre una de las paredes de la casona. La viuda no quiere reconocerlo, pero su “imperio se acabó”, como señala el joven médico Morales (Paulo Brunetti), el inquilino harto de tanta ceguera mental, reflejada al detalle en esta cuidada y ágil puesta de Barney Finn, a la que aportan nuevo color y vivacidad la totalidad de los artistas y los técnicos.

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La obra es una ácida pintura de la Buenos Aires del Centenario.
 
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